[Texto publicado en el catálogo de la exposición ‘Visión del frío’ que, con motivo de la concesión a Gamoneda del Premio Cervantes 2006, se pudo visitar en la Universidad de Alcalá de Henares durante los meses de abril y mayo de 2007].
«LUGAR DE ÁLAMOS»
Por MIGUEL CASADO
¿Cómo aparece un gran poeta?, ¿de qué manera trasciende su entorno inmediato? Ciertamente, en cada ocasión que esto ocurre, resulta difícil no sentirlo como un fenómeno misterioso, como un destino que impone su fuerza oscura por encima de las circunstancias.
Cuando leí por primera vez a Antonio Gamoneda –hacia 1983–, su poesía era un secreto bien guardado entre las murallas de León, aunque ya hubiera publicado tres libros. Veintitantos años después, su nombre se ha convertido en la más importante referencia de la poesía española actual; no se puede hablar de poesía moderna en nuestra lengua sin reconocer el papel clave de su obra, de las preguntas y caminos que ha suscitado, de la apertura sin restricciones a que nos obliga como lectores. El proceso que ha llevado de aquel silencio hasta este reconocimiento reúne, de modo emocionante e insólito, la necesidad con la justicia. Y hoy la poesía de Gamoneda ya es patrimonio de todos.
Antonio Gamoneda nació en Oviedo en 1931. Al año siguiente murió su padre, y en 1934 su madre se trasladó con él a León, donde ha residido siempre desde entonces. De las condiciones de su vida en aquellos años da idea él mismo: “Mi tipología de escritor ha de ser la que pueda darse en la suma de unos componentes históricos y biográficos que son, más o menos, los siguientes: pobreza familiar, escasa escuela pública y contemplación inocente de la crueldad y la miseria moral de la guerra civil y la posguerra militarizada; […] primeras lecturas nada selectas; trabajo, desde la niñez, en niveles inferiores. Estos son los fundamentos culturales primarios. A continuación, con la vocación poética ya descubierta, estudios accidentados y lecturas tirando a imprevisibles, nada de viajes educativos, y jornadas laborales de doce horas, menos los domingos que sólo hacíamos tres”.
Los textos recogen las experiencias que fueron despertando esa temprana vocación –el canto del rosario de la aurora oído desde la duermevela del niño (“como serpientes bellísimas que pasaran sobre mi corazón”), el canto de Pedro, el ciego, con su noticiero ambulante (“bóvedas invisibles creadas cada mañana por la voz otoñal”)…–. Con tal sustrato –compartido por muchos de sus conciudadanos–, la virtud de la escritura de Gamoneda ha sido construir un mundo y una lengua radicalmente personales, a partir de una inmersión intuitiva en la tradición popular (de “Los campanilleros” al blues), en el barroco castellano o en ‘La Celestina’, en los textos bíblicos, en variadas poéticas modernas (Lorca, Hikmet, Rimbaud, Saint-John Perse, Duras, Rilke, Vallejo). Así enraizada, la poesía se le ofrece como la fórmula más estricta de la identidad, el espacio donde se ejerce la reflexión existencial y donde se pone en juego la vida, forma íntima de respiración. Y, como en toda obra contemporánea, lugar ella misma de conflicto, nudo de tensiones contradictorias.
Quizá por haber empezado refiriéndome al cambio que ha llevado desde aquel “secreto leonés” a una apertura sin fronteras, querría esbozar brevemente cómo el núcleo conflictivo, las contradicciones en que se constituye un poeta pueden girar en torno a la ciudad que habita. “Mientras más personal, local, temporal y particular es un poema, más se aproxima al centro de toda poesía”, decía Novalis, pues en tal particularidad radica el núcleo de resistencia que distingue un mundo poético de otro; el doble proceso que suponen los textos de Gamoneda, de extrema interiorización de la realidad y de metamorfosis de la sustancia íntima en mito, cuaja fundiendo sin posible deslinde lo universal y lo local.
‘Lápidas’ –libro publicado en 1986– reúne, en su capítulo tercero y más extenso, muchos de los rasgos del relato de formación, Bildugnsroman, tal como fue acuñado por los clásicos y los románticos alemanes: el aprendizaje de la vida en campos distintos, el nomadismo del protagonista a través de lugares y costumbres, la mezcla en su mirada de lo privado y lo documental, el recuento de gentes que dejaron una imagen, una frase, un tono de voz que aún se oye. León, de los suburbios al casco viejo, aparece como un mapa inagotable de hallazgos vivísimos, donde caben tantas sorpresas y tanta profundidad como en el medievo germánico evocado por Novalis en su novela ‘Enrique de Ofterdingen’. Gamoneda no presenta, sin embargo, el deseo enciclopédico que movió al romántico, ni su voluntad discursiva y didáctica; tampoco, el propósito de hacerse cronista de la anécdota que alentó las memorias infantiles de algunos poetas herederos de la poesía social. Hay, sencillamente, el relato de la luz, del aura interiorizada de las cosas y los hechos, que no se suman para hilvanarse en historia, sino que se superponen, se espesan en un cuerpo consistente y oscuro. Ya antes, en ‘Blues castellano’ y ‘Descripción de la mentira’, esos materiales habían surgido y seguirán matizándose luego, en ‘Libro del frío’ y ‘Arden las pérdidas’, o iluminando mejor alguna de sus caras y ensombreciendo otras, afirmándose y negándose, proponiendo un apasionante ejercicio de lectura en marcha.
Es característica la doble forma que tiene la realidad de manifestarse: por un lado, como sólido soporte en que la mirada se apoya para hacer pie cuando más turbiamente se agitan los fluidos espectrales de la memoria: “Días de labranza extendidos más allá de las aguas, / lenguas laborables y el centeno bajo el invierno: / así es el mundo delante de mis ojos”. Pero, por otro lado, las cosas y los hechos se imponen como depositarios de un sentido que tuvo su raíz en alguna antigua experiencia personal y ha quedado oculto, velado en ellos (“como basalto dentro de basalto”); que sólo se percibe en la intensidad que conllevan, pero que no hace que sean asimilados, comprendidos por el propio autor, más que a través de un lentísimo proceso que se confunde con la misma vida.
Todo este cuerpo oscuro de intensidad poética se alimenta del paisaje de la infancia: “El cinturón de álamos es oloroso bajo los manantiales de marzo”, y en esta imagen el infantil “lugar ameno” se asocia con los manantiales de la memoria que –como se relataba en un pasaje memorable de ‘Descripción de la mentira’– “se abrieron” permitiendo que aquel mundo olvidado empezara a afluir de nuevo, a convertirse en mundo consciente. Las frases de la cita anterior, tras el aroma de los árboles y el correr del agua, continuaban así: “y en los vertederos se insinúan flores lívidas junto a la fermentación de las hogueras subterráneas. Son las flores cándidas y venenosas de los extrarradios y su fertilidad conduce a la infancia”: el agua de la memoria es también impura, infectada, “cándida y venenosa”, y este carácter doble constituye el paisaje del origen: el extrarradio. Al otro lado del Bernesga, cerca de la estación, barrio de obreros pero todavía territorio rural, de patios y huertas, perteneciente a la ciudad y excluido de ella: en este lugar se levanta el balcón al que el niño se asoma para grabar en sus ojos la vida que cruza: movimientos y acciones que no llegan a entenderse, que se observan sólo a medias, cuya continuidad no es previsible, pero que dejan caer todas sus emociones y misterios, sus sonidos y colores, en una sensibilidad afilada por el deseo de saber y también por una cualidad enfermiza del niño.
Es el León de la guerra civil y la primera posguerra, y las imágenes infantiles hablan del miedo que satura el ambiente y de la toma de partido de aquellos habitantes del barrio: los suyos son quienes pasan bajo el balcón formando cuerdas de presos, hacia San Marcos, y no “los espías” o los policías que llegan al amanecer. Entre estos episodios, se repiten las referencias a un “cinturón”, a unas “puertas” y “muros”: símbolos de la separación respecto a la ciudad (“ciudad avergonzada”, “ciudad amordazada”, se leerá luego). Sólo cuando llegue la adolescencia, las calles se irán haciendo más familiares: las del mercado, las que conducen de madrugada al trabajo, y “lo comunal” formará parte del mito propio.
Sin embargo, el espacio fundador seguirá siempre siendo el del extrarradio (de “poética del ejido” ha hablado Gamoneda), aun cuando el tiempo lo haya convertido en lugar al que se vuelve no viviendo ya en él: “En los paseos perezosos hice míos los restos de la pobreza agraria”. El efecto de los años en este escenario le sirve al poeta para ahondar en la conciencia: el ámbito de la infancia es percibido ahora como acumulación de restos: físico vertedero, donde la ciudad arrincona lo inservible, y depósito también de una memoria que con enorme lentitud va elaborando su sustancia nuclear, el descubrimiento de la vida experimentado como descubrimiento de la muerte. El tiempo se ha hecho espacio: “Edad, edad en los suburbios”. En los últimos poemas de esta parte de ‘Lápidas’, Gamoneda sentirá la ciudad como una especie de esfinge hierática enfrentada a su entorno (“La ciudad mira el sílice de las montañas como una gárgola inmóvil ante los círculos de la eternidad”) y será después testigo de la furia destructora del casco urbano contra este entorno que acogió su niñez (“los arroyos retroceden como las víboras ante el incendio. Es la pasión de las inmobiliarias”).
En los poemas de ‘Libro del frío’ y ‘Arden las pérdidas’ la progresiva toma de conciencia respecto al contenido de la memoria viene a chocar con la desaparición física de su mundo: “Esta hora no existe, esta ciudad no existe, yo no veo estos álamos, su geometría en el rocío. / Sin embargo, éstos son los álamos extinguidos, vértigo de mi infancia”. La crónica de pérdidas que abría ‘Descripción de la mentira’, con la evocación de las personas cercanas desaparecidas o destruidas durante la larga noche del franquismo, obtiene así contundente correlato en la historia de la ciudad. La ciudad en que vive el poeta ya no existe, si no es como espectro adherido a los rincones de la memoria. El mundo es enteramente el interiorizado, el de alguien poseído por recuerdos que lo habitan y en los que habita: “De las violentas humedades, de / los lugares donde se entrecruzan / residuos de tormentas y sollozos, / viene / esta pena arterial, esta memoria / despedazada”: residuos no nombra los objetos del vertedero, sino los jirones interiores, la impronta de los mínimos detalles conservados a través de las décadas y saturados por el sentido que ya entonces hizo que se imprimieran, y que ahora –casi desprovistos de anécdota– los desborda hasta derramarse en la obsesión. “Vi lavandas sumergidas en un cuenco de llanto y la visión ardió en mí”: el ver se ha hecho con el tiempo visión, en el proceso simultáneo que interioriza (“en mí”) e intensifica (“ardió”); la presencia obsesiva de estas visiones en la memoria nutre hasta el extremo el factor de irrealidad que late en una dinámica de tal orden: la realidad máxima, la conocida, la más verdadera y honda, tiene, así, un efecto de irrealidad casi insoportable, especialmente para quien la lleva consigo.
Esta trayectoria a la vez evolutiva y obsesiva, que afecta al mundo poético entero, no supone sino llevar hasta las últimas consecuencias la lucidez existencial de ‘Descripción de la mentira’: “La naturaleza de los cuerpos es fingir la existencia y este conocimiento es el fin de un espíritu rodeado por gallinas ávidas”, o con su peculiar modo de dejar que hablen las cosas: “en tu chaqueta abandonada y entreabierta, es decir, en una forma que describe tu desaparición”. Toda gran escritura acaba haciéndose portadora de esta clase de energía entrópica. Sin embargo –y éste es otro fruto de la lucidez del poeta–, su propio carácter de obra verbal, de mundo verbal, aparece como forma última de certeza, certeza también irrestañable: “Hay una música en mí, esto es cierto, y todavía me pregunto qué significa este placer sin esperanza” –anota al concluir ‘Arden las pérdidas’.