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«(…) En mi memoria de siempre mi padre es un hombre que escribe; o mejor dicho, es un hombre que trabaja, que trabaja en la escritura. Escribe con todos los músculos, reconcentrado, tachando con decisión, rompiendo enérgicamente los papeles, y luego pulsando las teclas –de las máquinas antes mecánicas y hoy del ordenador– hasta desgastar sus mecanismos. Su ruido de escritor es el de un oficinista, el del oficinista que fue, el del obrero y su máquina; en mi memoria imaginaria, este ruido se prolonga hacia atrás en el tiempo y se confunde con el de las máquinas de bordar que mi abuela pedaleaba incansablemente en una galería. Algunas noches, en la casa de mis padres, el ruido de las teclas no se interrumpe más que durante tres o cuatro horas; pienso entonces si mi padre no le estará haciendo compañía a mi abuela, pienso si este oficio de escritura, ejercido así, con ese apremio, con ese esfuerzo, con esa necesidad, no habrá recibido su ritmo de esa experiencia familiar del trabajo, de esas noches de la infancia de mi padre en las que él tampoco acertaba a percibir cuándo se paraban las máquinas de bordar de mi abuela. (…)»
AMELIA GAMONEDA
(Fragmento extraído del texto titulado ‘Entrememorias’ que Amelia Gamoneda leyó en el Festival de la Palabra, Universidad de Alcalá de Henares, el 18 de abril de 2007)

Amelia Gamoneda.
«ENTREMEMORIAS»
Por AMELIA GAMONEDA
«El arte de la memoria» es expresión que no puede tener para mí el mismo significado aplicada a Antonio Gamoneda, mi padre, que aplicada a otro poeta. El vínculo familiar actúa sobre ella multiplicando sus acepciones, desgajando sus términos o usurpándolos. Estas tres cosas van a ocurrir en los modos de memoria o de arte de la memoria que voy a distinguir a continuación.
En el primero de los modos, la expresión «arte de la memoria» viene a ser sinónima de la de «escritura de la memoria». La memoria personal de mi padre, la cercana y la lejana, la cierta y la entrevista, es músculo de su poesía. Pienso que ello se debe a que no hay conciencia sin memoria; y la conciencia, esa manera íntima de pensarse a uno mismo en conjunción con el mundo, ha sido durante mucho tiempo y sigue siendo exigencia básica en la poesía de mi padre. Es la conciencia del mundo y de sí mismo la que le ha exigido memoria: así pues, la memoria no es en él una recreación deleitosa, es síntoma de una implicación ética.
Es verdad que con el tiempo, y avanzando los poemarios, su memoria ha abandonado ciertos contenidos de la historia colectiva, pero su ejercicio ha conservado el tono en que se había ahormado; independientemente de sus evocaciones, el acto de memoria sigue inscribiendo en los versos una resonancia grave y dolorosa, pues es acto de conciencia.
Creo aún más: que la propia memoria se implica en esa definición que él da de su poesía cuando dice que es «el relato de cómo voy avanzando hacia la muerte». Ese relato une su suerte al transcurso del tiempo: es fabricación de una memoria invertida, memoria de algo que no existe, pero que va adquiriendo así existencia. Es toma de conciencia del fin de la conciencia.
Así, de la muerte, algo se habrá vivido en la propia vida a través de su relato. Anticipar la propia muerte es trabajo que la rescata de la inexistencia. Al igual que la memoria rescata de la inexistencia lo que fue en el pasado. La poesía de mi padre atrae a la vida apasionadamente esas formas de inexistencia. Al precio, como saben sus lectores, de que sus versos padezcan de incurable melancolía.
En este punto, la memoria se convierte en un arte en el sentido de una práctica que persigue ciertos resultados: cuando la memoria trae insistentemente lo que –por futuro o por pasado– es inexistencia, está operando como arte mitridática: hay consuelo en la memoria porque sus incompletos acarreos y sus movimientos de repetición y de frecuencia habitúan poco a poco a las diversas formas de la inexistencia. La memoria domestica la inexistencia. La memoria inocula inexistencia en la vida, y así, le procura a la vida una ilusión de inmunidad ante la inexistencia. Al precio, una vez más, de que los versos que la soportan se vean teñidos de esa pasión que tiende sus brazos hacia el vacío.
Hay un segundo modo de memoria que no sé si es un arte pero, desde luego, sí está en la escritura de mi padre. Es una memoria que informa y nutre la memoria familiar. No me refiero sólo a ese libro de «memorias» que reescribe actualmente y que relata su infancia. Me refiero antes que nada a zonas de la poesía en las que se trasluce su experiencia y su vida. Se trata de una memoria muy selectiva y que se permite olvidos: es una memoria que incitaría a hacerse y a hacerle preguntas, al menos en familia. Pero esas preguntas nunca han sido formuladas. En nuestra casa se recuerdan muchas cosas de nuestro pasado familiar y se habla de él, pero lo que pertenece a la memoria poética no se comenta en la prosa de las reuniones familiares.
Pienso que, en algunos momentos, la poesía de mi padre da el relevo al relato oral que mi abuela hacía de su experiencia y de sus recuerdos. Sé que mi padre, como luego haríamos mis hermanas y yo, escuchaba a mi abuela en silencio cuando contaba, con las mismas palabras de siempre, algunas oscuras escenas de su vida. Era un relato secreto, sagrado: quiero decir que las palabras no cambiaban de una vez a otra, que siempre repetía ciertas partes del mismo modo. Por eso, en mi percepción, aquellos relatos de mi abuela compartían el espíritu de sus cuentos y de sus oraciones. Eran parlamentos fijados, que no necesitaban de explicación aunque no se entendiesen bien, sobre los que no se preguntaba porque resonaban con una gravedad que les bastaba para dotarlos de sentido. Eran memoria y palabra secreta, poética. Y creo que esta misma sustancia está incorporada a la poesía de mi padre. Creo además que mi padre no sólo aprendió la lengua y la lectura de manera poética en el único libro que tenían en casa, el libro de poemas que escribió mi abuelo: la lengua materna entraba también en su oído como lengua poética con los relatos de la memoria íntima de mi abuela: las palabras, con todo su peso físico y su sentido secreto pesaban sobre su corazón. Entiendo que por todo ello, desde siempre, la memoria familiar ha tenido para mi padre horma poética.
En el tercer tipo de memoria que distingo hay ya usurpación; no es arte de la memoria, sino memoria del arte, y es memoria mía y no del poeta: es la memoria que yo tengo de su escritura. Yo recuerdo la primera vez que leí poemas de mi padre, quiero decir la primera vez que los leí con conciencia y sintiendo que aquello era poesía. Fue en la adolescencia, es decir, que no fui ninguna precoz lectora. Sin embargo, precisamente por ser leída en mi momento de abandono de la niñez, esa poesía se incorporó a mi vida como descubrimiento de la sensibilidad y el pensamiento. Yo había sido una lectora infantil con dependencia emotiva de libros almibarados y consoladores; en la lectura de la poesía de mi padre yo aprendí la emoción adulta y el desgarro de un pensamiento con conciencia. No sé poner una fecha exacta, pero fue alrededor del verano de 1976. En ese verano, bajo el nogal de una casa cercana a Boñar, o en las mesas de un soto a la salida del pueblo, mi padre estaba escribiendo Descripción de la mentira. Había vuelto a la escritura después de 500 semanas de silencio; mientras tanto yo empezaba a saber qué era su poesía. La fermentación del verano nos alcanzaba a ambos.
En mi memoria de siempre mi padre es un hombre que escribe; o mejor dicho, es un hombre que trabaja, que trabaja en la escritura. Escribe con todos los músculos, reconcentrado, tachando con decisión, rompiendo enérgicamente los papeles, y luego pulsando las teclas –de las máquinas antes mecánicas y hoy del ordenador– hasta desgastar sus mecanismos. Su ruido de escritor es el de un oficinista, el del oficinista que fue, el del obrero y su máquina; en mi memoria imaginaria, este ruido se prolonga hacia atrás en el tiempo y se confunde con el de las máquinas de bordar que mi abuela pedaleaba incansablemente en una galería. Algunas noches, en las casa de mis padres, el ruido de las teclas no se interrumpe más que durante tres o cuatro horas; pienso entonces si mi padre no le estará haciendo compañía a mi abuela, pienso si este oficio de escritura, ejercido así, con ese apremio, con ese esfuerzo, con esa necesidad, no habrá recibido su ritmo de esa experiencia familiar del trabajo, de esas noches de la infancia de mi padre en las que él tampoco acertaba a percibir cuándo se paraban las máquinas de bordar de mi abuela.
Voy ahora hacia otra memoria, que es quizá la primera de mi vida. Es un lugar donde mi memoria se confunde con la de mi padre. Es una memoria que no sé si es mía o si lo ha devenido. Hablo de un poema antiguo, aquel que se titula «En la carretera del norte». Allí estamos mi padre, mi hermana Ana y yo unidos por las manos, andando en la luz. Recuerdo aquellos paseos de las mañanas de los domingos. Los recuerdo porque eran habituales. Pero lo que no sé si es cierto que recuerdo es aquel día concreto que evoca el poema. No pasó otra cosa que la emoción de sentirnos así, cogidos y en silencio. Yo era muy pequeña, y es casi seguro que mi memoria nunca hubiera podido por sí sola rescatar aquel momento que no contenía actos ni acontecimientos reseñables; pero la lectura del poema, la que hice en mi adolescencia, trajo a mí la emoción compartida de aquella mañana de la que hablaba mi padre: la trajo como recuerdo de una emoción vivida. El poema creó mi memoria, creó la memoria de mí misma sintiendo la luz y la vida. Esa memoria mía es poética, se hizo o se me presentó con las palabras de mi padre. Lo poético no sólo recoge, también desvela memoria.
Hablar de la memoria de mi padre me ha llevado a hablar de mi memoria. Porque si su poesía es un arte de memoria, para los que somos parte de su vida lo es como palimpsesto bajo el que leemos y habremos de leer nuestra propia memoria unida a la suya. No como repertorio cifrado de acontecimientos, sino como fruto de la diástole de la palabra poética: esa dilatación que afecta al sentido del lenguaje cuando la poesía se somete al movimiento del corazón.