Discurso de JUAN CARLOS MESTRE en el Homenaje a Gamoneda de Villafranca del Bierzo (2008)

Homenaje a Gamoneda en la Fiesta de la Poesía de Villafranca del Bierzo (2008).

Homenaje a Gamoneda en la Fiesta de la Poesía de Villafranca del Bierzo (2008).

HOMENAJE a ANTONIO GAMONEDA
en la 42 FIESTA DE LA POESÍA
de VILLAFRANCA DEL BIERZO
(22 de Junio de 2008)

Discurso de JUAN CARLOS MESTRE
(que actuó como mantenedor)

Queridos vecinos y amigos de Villafranca, una mañana como la de hoy de hace cuarenta años yo era un muchacho que, apoyado en uno de estos árboles del jardín, escuchaba, sin entender exactamente lo que decían estas palabras: No sólo el grano blanco va al molino, también los granos negros del silencio; también se hace el pan se hace la vida, de los heroicos huesos de los muertos. Yo no sabía aún lo que era un héroe, pero el poeta que las pronunciaba se convirtió para mí, desde ese instante, en alguien que se acercaba a mi vida con algo conmovedor: palabras rozadas por el resplandor de otro mundo, monedas perdidas con las que no se podía comprar ninguna otra cosa que no fuese la intuición de un ángel, el valor simbólico de otra manera de estar en el mundo, la forma delicada de cuantos estrechamente vigilados por la locura, aún seguían pensando que volar era el resultado de una intensa pasión, nunca de su práctica.

Aquel poeta se llamaba Gilberto Núñez Ursinos, y yo decidí aquella mañana, ante la luz de su joven resplandor, parecerme en algo a su sombra. Yo tenía doce años, junio de 1969, y fui su amigo hasta la primavera de 1972, en que decidió, voluntariamente, abandonar la republica de la imaginación donde vivía, cuando al otro lado del río sólo había pequeñas casas blancas llenas de palomas, gatos y flores que algún día fueron las semillas del paraíso. Fue el primer poeta que conocí, era amado por mucha gente de este pueblo, no menos que lo que él quería a los humildes, a los soñadores, a los que hablaban solos por la calle y pensaban que la vida carecía de sentido sin resistencia al mal. Vivía sólo, con un gato al que llamaba Parsifal, y un aparato de radio con el que aprendía idiomas sintonizando emisoras extranjeras. Un milagro que sólo sucede una vez cada cincuenta años cuando pasa sobre los valles el cometa de la iluminación y convierte en vino de dulzura la amargura de los pozos.

En Villafranca había un cine, y la gente iba a ver películas en blanco y negro en las que los actores lloraban lágrimas de colores. Aquel invierno nevó como nunca antes había nevado. Por las calles habían pegado carteles con la cara de Franco, y todo parecía indicar que el referéndum de aquel caudillo lo que pretendía era obsequiarnos otros veinticinco años de paz. La cosa estaba como para regalos. Habían subido una peseta el precio de las entradas al cine, el cine, el único psicoanalista a mano que ha tenido Villafranca desde la invención de la Vía Láctea. Y el poeta Gilberto Ursinos, como oscura silueta de mendigo que borrase las sombras de la noche, organizó una huelga. Nadie entró en el Teatro Villafranquino durante dos meses, la gente se ponía un alfiler en la solapa con versillos satíricos pidiendo la derogación de la medida:

Sin pan ni cine,
el pueblo se define.

Juan Carlos Mestre leyendo su discurso.

Juan Carlos Mestre leyendo su discurso.

Algún lumbreras local pensó que aquello apuntaba hacia el general y Gilberto Ursino terminó siendo detenido por la Guardia Civil. Pero la gente de esta villa, actores secundarios de la historia que no hubieran movido un dedo por un virrey o un marqués, se fue hasta el cuartel a decirle al sargento que en este pueblo no se podía meter preso a un poeta. Así que Gil continúo haciendo barcos de papel a los que ponía bellos nombres de muchachas y los seguía con lánguida mirada hasta que se perdían en la lejanía de las aguas discretamente crecidas del Burbia. Nunca llegaron cartas de respuesta, las ilusiones por aquel entonces eran fugitivas como las ardillas y el tiempo de la juventud, como todo amor que termina, un cementerio de abrazos.

Gil escribía versos con los jilgueros que anidan en los molinos abandonados, escribía tristeza. Era un joven hecho con la harina generosa de la inteligencia, bueno como un padrenuestro, y a la larga eso entristece. Así que decidió salirse de aquella mala película que era la España de 1972. Fue un domingo, como hoy, de finales de la primavera, cuando yo lo vi cruzar por última vez el puente de la vida. Alrededor de su muerte había una multitud sobrecogida. Eran años difíciles de creer, pero don José Valcárcel igual obligó al párroco a tocar las campanas. Lita cerró el Bar Peña. Hacía sol como en los primeros días del Génesis, y la gente lanzaba claveles rojos al paso del féretro. Y Gil, Gilberto Ursino, escuchó por primera vez, ya en la muerte, aquel aplauso, aquel único y unánime aplauso con el que tantos despedían su mágica y trágica vida.

Hay cosas, queridos amigos, que o uno las entiende de niño o ya nunca más podrá entenderlas. Yo no entendí aquella muerte, así que pensé: todo esto tiene que ser una equivocación. No entendí porqué aquel hombre que escribía versos que ayudaban a salvar del dolor a otros, había vivido anclado en la secreta angustia del sufrimiento, no entendí porqué detrás de su alegre inteligencia brotaba un persuasivo manantial de dolor.

Perdimos al poeta y en nuestro pequeño universo natal entraron las nieblas de la rutina y el dulce otoño se volvió más desolado. Sin poeta se acabaron muchas conversaciones, dejaron de abrirse muchos libros, nos cerraron la estación de ferrocarril, luego se llevaron el juzgado, años después hasta intentaron quitarnos el río. Una villa puede no tener andenes de los que partan al alba locomotoras, incluso no debería tener cárcel ni lugar donde la gente ande enzarzada con pleitos, pero un pueblo como este ha de tener una escuela, un río y un poeta amigo de las palabras que se enseñan a escribir en las escuelas, alguien amigo de los ríos que se llevan las palabras que no caben ya en la inocencia de los pupitres.

Yo no entendí más que lo que pude entender, no importa, algún día, escribió Walter Benjamin, lo que ahora no es comprendido será entendido con la misma facilidad con que entienden los niños el lenguaje de los pájaros la mañana de los domingos. Es domingo, y sé que entenderéis, queridos amigos, porqué os he contado esta historia. A veces la vida no nos da más que una oportunidad para poderle agradecer a alguien todo cuanto uno le debe. Acaso sea esta la mía, la ocasión que ha esperado durante cuarenta años aquel niño apoyado en el árbol. He pensado muchas veces qué hubiera sido de mí si no hubiese conocido a Gilberto, a lo mejor estaría labrando la tierra, trabajando en un banco o repartiendo panecillos por las calles de este pueblo. Hay mucha gente que ha labrado la tierra y que trabaja en un banco y se levanta al alba para hacer pan y que ha sido feliz. Y hay otras personas a las que alguien, en el estricto azar de alguna ley invisible, les ha hecho un encargo y, entonces, ya nunca serán felices si no pueden cumplirlo.

Yo te agradezco Gilberto Ursinos, aquellos versos que crearon conducta entre mi generación: … combate y se valiente, se sano ante el dolor y ante el fracaso. No importa lo que hagas si lo haces en nombre del amor y de lo humano. Y te agradezco la caña de pescar relámpagos en el arroyo ilegal de la belleza, haber jugado la partida con la gente de este pueblo que no ha tenido más fortuna que la de la fraternidad, y te agradezco el pequeño paquete de libros que me dejaste, atado con una cuerda de bramante azul, la víspera de irte, también aquellas últimas palabras que posaste en mi cabeza como un mandato para siempre: Algún día, Mestre, yo volveré a ser niño y los espejos se llenarán de peces.

Gamoneda y Mestre, de espaldas.

Gamoneda y Mestre, de espaldas.

Queridos amigos, nadie que con afecto pueda y deba ser recordado morirá jamás. De los materiales de la memoria está hecha la poesía, de las voces de cuantos sin saberlo sostuvieron con brazos anónimos el peso del universo. Se dice, a veces, que los poetas somos personas desagradables y algo de razón hay en ello. Los poetas son testigos, y eso no siempre suele ser del agrado de todos. Un testigo es un individuo incómodo, a pesar de que nunca vaya a declarar contra nadie, el poeta es un testigo que no acusa, pero cuyas palabras testimonian verdad ante el tribunal donde no se sentencia castigo del tiempo futuro. Y eso ya lo aprendí de adolescente, aquí, precisamente en este jardín, y no lo olvidé nunca.

Yo tenía catorce años, era un rapaz del otro lado, del barrio de La Cabila, de la familia de los Mestre y los Migueluchos, nieto de sastre y panadero. Mi madre me enseñó a leer antes de ir a la escuela, pero no había libros en mi casa, así que empecé a leer la Hoja Parroquial y los prospectos de los medicamentos como si leyera a Cervantes. Han pasado los años y los siete ríos de la vida llevándose el afecto de tanta gente que nos quiso. Permanece su poesía, es decir, permanece la justicia de su memoria dando testimonio de cómo entre los hielos abre el amor sus minas imborrables.

Sí, son versos de Antonio Pereira, son las palabras fundadoras del hijo del ferretero, del más joven entre los patriarcas del amanecer. El Perfecto Maestro si en nuestra villa hubiera logia para los que escriben en el aire la historia que leerán los ojos de aquellos que aún no han nacido. Los que nos sentimos próximos a la conmovedora peripecia humana de las personas sencillas, sabemos que cada relato de Pereira contiene más sabiduría por sílaba cuadrada que todos los legajos juntos de la tan dudosa como abundante épica nobiliaria. Adiós carromatos de virreyes, bienvenidos ciudadanos en bicicleta a las bellas crónicas de la otra realidad del mundo.

Nadie es más que nadie si no hace más que nadie, escribió Cervantes, el mismo que nos recordaba que aprender a ser libres es aprender a sonreír. Antonio Pereira ha hecho más libre a un pueblo que rescatado entre las paradojas de la noche se ha convertido en luz de la leyenda. Y lo ha hecho con la ternura de sus palabras, sin levantarle la voz a nadie, sin disputarle a nadie un lugar en las cofradías del mundo. Quién si no él, el poeta de la seda y el hierro, nos ha hecho más digno sitio en los mapas eternos de las entrañables geografías de la imaginación.

Un joven poeta inglés, el inmenso John Keats, hermano espiritual de nuestro romántico Enrique Gil y Carrasco, en respuesta a un amigo que le preguntó qué era para él un poeta, respondió: poeta es aquella persona que en presencia de otro se considerará siempre su igual, sea este el rey o el más pobre del clan de los mendigos. Eso ha sido y es Antonio Pereira, un narrador excepcional, un poeta que ha escrito poemas conmovedores, el hombre en el que se cumple al  máximo aquella sentencia de Pound según la cual, es imposible escribir un buen poema si no se es antes una mejor persona.

A Tonino Guerra, el genial guionista de Federico Fellini, le escuché decir que el poeta es quien se quita el sombrero ante un cerezo en flor. A Nicanor Parra que era un bailarín al borde del abismo. No podría nombrar a tantos para quienes un libro de poemas es un una caja de herramientas al servicio de la conciencia de los hombres. La poesía que cura las heridas producidas a la dignidad por los gritones dogmáticos. Con razón la palabra dignidad suele provocar risa sobre todo en aquellos que no la tienen. Todo verdadero poeta, pensaba Unamuno, es un hereje, y el hereje es el que se atiene a postceptos y no a preceptos, a resultados y no a premisas, a creaciones, o sea poemas, y no a decretos, o sea dogmas. No ha importado la burla de la publicidad vergonzosa del mundo, no ha importado la calumnia del silencio, Lorca conocía la única vocal que tienen los animalitos en su vocabulario, y habló por y para las multitudes; Gonzalo Rojas vivió en el exilio de los renegados pero abrió a cada torturado un camino a las estrellas. Soñar sigue siendo es el oficio del poeta.

Queridos amigos, todos hemos tenido sueños. El mío fue sencillo y ya ha sido cumplido. La belleza no es un lugar donde van a parar los cobardes. He amado este verso de Antonio Gamoneda desde mi adolescencia. Un poeta que lo ha significado todo en la repoblación espiritual de mi vida, en los valores que han hecho de la resistencia estética contra el autoritarismo una conducta civil, la creencia de que el arte no es una categoría superior del conocimiento humano, ni de la que son portadores sólo unos pocos, sino algo inherente, misteriosamente intrínseco, a la condición y la responsabilidad humana. He aprendido sus poemas de memoria, he orado con ellos, me han salvado de la desolación y me han devuelto la esperanza en épocas de dificultad.

Esta es la tierra, donde el sufrimiento
es la medida de los hombres. Dan
pena los condes con su fiel faisán
y los cobardes con su fiel lamento.

La belleza nos sirve de tormento
y la injusticia nos concede pan.
Un día brindaréis por los que habrán
convertido el dolor en fundamento.

Los que vivimos para dar alcance
a tan inmensa luz que hoy no podría
un dios mirarla sin quedarse ciego,

aún tendremos que agotar el lance:
arrojar al silencio la agonía
como quien tira el corazón al fuego.

Son versos del más grande poeta, no sólo para mí, ya no sólo entre nosotros, de la lengua castellana. El poeta al que hemos seguido, como una baliza en medio de la tormenta, hacia la restauración del tiempo de los borrados, de los perseguidos, de los imposibilitados por tener razón. Alguien para el que ninguna palabra de homenaje estará ya a la altura de lo que significa pronunciar su nombre: Antonio Gamoneda.
He sido testigo de la gravitación de sus palabras en épocas ominosas, cuando aquí y al otro lado del mar, en la asambleas de los utópicos, en la restitución de los sindicatos, en la ferocidad de las cárceles, en aulas  y calles y reabiertas alamedas, fueron sus palabras una sublevación inmóvil contra la tiranía, la descripción de la mentira que ante las puertas entornadas de la aurora nombraron las heridas del hombre contra el hombre. No tiene nada de extraordinario que hoy, esta mañana, el pueblo de Villafranca le rinda homenaje, hace muchos años que este pueblo acoge y se ha sentido acogido en el corazón extraordinario de su tan generosa como radical verdad.

Cuando yo tenía catorce años
me hacían trabajar hasta muy tarde.
Cuando llegaba a casa, me cogía
la cabeza mi madre entre sus manos.

Yo era un muchacho que amaba el sol y la tierra
y los gritos de mis camaradas en el soto
y las hogueras en la noche
y todas las cosas que dan salud y amistad
y hacen crecer el corazón.

A las cinco del día, en el invierno,
mi madre iba hasta el borde de mi cama
y me llamaba por mi nombre
y acariciaba mi rostro hasta despertarme.

Yo salía  a la calle y aún no amanecía
y mis ojos parecían endurecerse con el frío.

Esto no es justo, aunque era hermoso
ir por las calles y escuchar mis pasos
y sentir la noche de los que dormían
y comprenderlos como a un solo ser,
como si descansaran de la misma existencia,
todos en el mismo sueño.

Entraba en el trabajo.
La oficina
olía mal y daba pena.
Luego,
llegaban las mujeres.
Se ponían
a fregar en silencio.

Veinte años.
He sido escarnecido y olvidado.
Ya no comprendo la noche
ni el canto de los muchachos sobre las praderas.
Y, sin embargo, sé
que algo más grande y más real que yo
hay en mí, va en mis huesos.

Tierra incansable,
firma
la paz que sabes.
Danos
nuestra existencia a
nosotros
mismos.

Versos de un poema de Gamoneda en el que está cifrada no sólo la suya, sino la memoria colectiva de tanta gente de este país. Yo también tuve catorce años, no me hicieron trabajar hasta muy tarde, pero Gilberto Ursinos me regaló antes de irse este librito. A él le está dedicado: “A Gilberto Ursinos. Compañero vertical en la poesía que avanza”, y está firmado por Antonio Gamoneda. Es Sublevación Inmóvil, en la edición de Adonais de 1960, lleva casi cuarenta años conmigo, es mi evangelio y mi mandato, es el primero de sus  libros, y cada vez que lo abro me extiende una escalerilla de invisibles peldaños para descender a la misericordia, a esa otra parte del mundo donde los derechos pendientes de ser ejercidos son la tensión moral de la conciencia entre lo bello y lo justo. Son los hijos desgajados del dolor de España, es el tren en el que los campesinos viejos y los mineros jóvenes regresan al porvenir desde el corazón de la tierra:

…el único digno de los cantos antiguos, la única poesía, (…) la que calla y aún ama este mundo, esta soledad que enloquece y despoja.

La amistad de Antonio Gamoneda ha estado sobre nosotros como una madre sobre su pequeño que sueña con cuchillos. Su poesía nos ha protegido, en sus palabras ha encontrado refugio el desesperado ser humano que al amanecer, armado de una ardiente paciencia, aún espera entrar en las esplendidas ciudades prometidas por la profecía de Rimbaud, el vidente. Elogio la indefinible libertad de Antonio Gamoneda, el radical descentramiento de cuanto ha supuesto la alta conciencia de su poesía como ruptura con la lógica del saber; la ética que frente a los actos de fuerza que pretenden representar lo que solo es, aspira al arte de cómo debería ser el universo significante de la duración en el tiempo de la dignidad humana.

Úrsula Rodríguez y Antonio Pereira en la Fiesta de la Poesía de Villafranca del Bierzo.

Úrsula Rodríguez y Antonio Pereira en la Fiesta de la Poesía de Villafranca del Bierzo.

Hace cuarenta años yo era una sombra apoyada en un árbol. Ahora sigo siendo otra sombra apoyada en el mismo árbol de entonces. Estos hombres, estos poetas en cuyas raíces yo me reconozco, fueron los primeros encantamientos del destino. La harina del horno de mi padre, las primeras letras que me enseñó Esperancita Mestre en el silabario de las noches de invierno, la sonrisa que sigue manteniendo inmaculada y pura más allá de la muerte Gilberto Ursinos. Es la delicadeza que se acerca como estrella de puntillas a los ojos del astrónomo Antonio Pereira. Es la poesía que derramaba a manos llenas Ramón Carnicer cuando por las alturas de La Cabrera espantaba los tábanos de la miseria con la tinta sabia de su árbol erigido ya sobre la memoria del buen antepasado. Es la poesía centenaria de Victoriano Crémer, arrancándole los cerrojos a la casa de Caín, llevando una copa de agua a los sufrientes bajo las flores anarquistas del año de la melancolía. Es la consolación moral, el coraje civil de los lenguajes con los que Antonio Gamoneda ha hecho más habitable, más radicalmente necesario el más bello de los pensamiento del mundo, la voz imprescindible de la poesía que ante los turbios legisladores del universo, reclama, exige ante los deberes para con el infinito, el derecho a desobedecer.

Y desobedecer la costumbre es la poesía, en palabras de Saint John-Perse. Desobedecer los dictados de una sociedad basada en la idolatría a las repugnantes escamas litográficas, como llamaba Baudelaire al dinero. Desobedecer al sistema que ha hecho culto de la atrocidad de la guerra y obliga a vivir en condiciones de esclavitud a tres cuartas partes de la humanidad. Desobedecer es no olvidar, como nos recuerda Walter Benjamin, que el botín supremo de los amos no es la plusvalía, el botín supremo de los amos es la cultura.

No hablo de una poesía social, hablo de los lenguajes insumisos que en alianza con la aspiración de todos los seres humanos a la felicidad, no sólo cambien la realidad de sitio, sino que ayuden a transformar y nos adelanten los significados del porvenir. Todo lo que existe fue alguna vez imaginado, escribió Hölderlin, y ese es el prodigioso desafío de la confianza en la poesía que siempre nos llevará más lejos que el miedo de su ausencia. Es lo sagrado, sea lo que sea lo sagrado para cada uno de nosotros.

Vecinos y amigos de mi pueblo, la poesía es verdad, la verdad es belleza, sigue gorjeando por las alamedas el príncipe de los valles, el inmortal ruiseñor de Keats, los pájaros de la consolación que no han nacido para morir. Es legítimo a la poesía cantar la obra del jardinero y también desatar los pies a los convictos, es legítimo descifrar el lenguaje de las rosas y oponerse a la crueldad de los tiranos. Escribió Oscar Wilde que la sociedad perdona con mayor frecuencia al criminal pero no perdona nunca al soñador. Alguien dijo que el arte en un pueblo religioso produce reliquias, en un pueblo guerrero, trofeos, en un pueblo burgués, artículos de consumo. Sólo un pueblo de ciudadanos libres puede producir palabras en libertad, es decir, poemas, la voz sin boca del que dice soy inocente, tengo hambre, no me mates. Palabras, palabras civiles para después del tiempo, como proclamara en este mismo lugar, hace unos años, el profeta laico, aquel ser literalmente irrepetible que fue Rafael Pérez Estrada.

Queridos amigos, vecinos de este amado pueblo de Villafranca, soy el hijo de Emilio el panadero. Conocéis a mi padre, conocisteis a mis abuelos, vivieron en estas calles y como vosotros fueron gente honrada. Este es un pueblo de gente honrada, y la honradez es el primer compromiso que tienen las palabras con las ideas de las cuales son portadoras. No hablo de ejemplaridad, pero sí de la conducta de las palabras en alianza con la imaginación, el arte, la poesía, el mayor placer que el ser humano se ha dado a sí mismo, para decirlo con la misma expresión que compartieron Walt Whitman y Carlos Marx. No tengamos temor a las palabras, a la voz ancestral que pronunció en Galilea el Salmo de los Bienaventurados e inspiró casi dos mil años después la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Vengo de la misma escuela a la que fueron vuestros hijos, jugué de niño con ellos en estas calles, conocí a toda la gente que nos quiso. Poco más hay que saber para darse cuenta de porqué hablaros así ha sido esta mañana mi única posibilidad. Creo en la poesía porque he creído en vosotros, en el desconocido que silba en el bosque y en los campaneros que tocan las campanas en septiembre como si las volteara Mozart. Creo en la poesía de los que no han tenido que leer a Heideger para darse cuenta de cuál es su imprescindible necesidad en épocas de penuria. Creo en los alegres bebedores del atardecer y los giratorios amantes por los cielos de Chagall donde las vacas azules tocan el violín para los que no tuvieron una segunda oportunidad sobre la Tierra.

Creo en la certeza que asistió a los desaparecidos, las víctimas civiles de la historia que se seguirán levantando de las cunetas para volver a podar las viñas. Creo en ti, Poesía, hojas de hierba, caravana de los titiriteros. Música del hojalatero sobre la partitura del cobre, herreros en la fragua del trueno, silbato del que trae cartas que abrazan a los hermanos y hacen llorar a las madres. Creo en las intensas voces del recuerdo, los que madrugaban para ir a las ferias, el herrador de caballerías, los que siembran colina, la familia de los músicos y los tipógrafos de la plaza. Creo en el retratista de la inexistencia y en el fotógrafo de la nieve. En los alquimistas del vino y quienes sulfatan los cerezos. Sigo creyendo en Norberto Beberide, que tenía una máquina para hablar con los espíritus; en Paco Pérez Caramés, que trataba de usted a las flores y las piedras se apartaban de los caminos para dejarlo pasar. Recuerdo al que discutía en latín con los caballos, al hijo del guardabosques, a los carpinteros, a los que vendían paños para el bautizo y las bodas y el luto. Recuerdo a Basís que explicaba a los muchachos las películas antes de entrar al cine, a Món que estará construyendo catedrales en el Paraíso. Recuerdo a Ninguén cantando como el agua de los ríos y a Gelo Marvá, presidente del senado de los soñadores.

Es hora de terminar, el poeta es un taxista que lleva a la gente donde la gente quiere ir, alguien que ayuda a los demás a vivir su propia vida. La poesía está ahí para ennoblecer, para dignificar la condición humana. Es la vida, como escribió Cummings, que antes o después, venga siempre las ofensas de los hombres con las salvas de la primavera. Esa también es la mejor razón por la que habrá merecido la pena vivir. Lo escribió Gamoneda:

“Un mismo canto pide /la justicia y la / belleza. Sea la luz /un acto humano. Se puede/ morir por esta /libertad.”

Muchas gracias.

Villafranca del Bierzo, 22 de junio, 2008

Amelia y Antonio Gamoneda aplauden a Juan Carlos Mestre.

Amelia y Antonio Gamoneda aplauden a Juan Carlos Mestre.

2 comentarios

  1. Qué maravilla! estuve presente en el discurso y fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Quería pedírselo a Mestre, pero creo que ya lo puedo obtener de vuestra web. Os felicito por esta maravillosa página dedicada al gran patriarca de los poetas de la imaginación. Yo sólo soy un amigo de Mestre apoyado en uno de esos árboles de la alameda aunque con muchos años más y menos poemas en los bolsillos que cuando él escuchó a Gilberto Núnez Ursinos. Abrazos emocionados.

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