Trece páginas inéditas de Moisés Mori sobre «Un armario lleno de sombra» de Gamoneda

Gamoneda, en el centro, junto a la profesora Josefina Martínez y el pensador Moisés Mori, en el claustro de la Universidad de Oviedo, el día (15-06-2009) de la presentación de su libro de memorias en su ciudad natal.

Publicamos, por cortesía de su autor —el catedrático de Lengua y Literatura, narrador, poeta, ensayista y crítico literario asturiano Moisés Mori—, un artículo inédito —trece páginas en total— sobre el primer volumen de memorias de Antonio Gamoneda, «Un armario lleno de sombra» (Galaxia Gutenberg, 2009).

Un artículo más que pertinente, ahora mismo, cuando está a punto de salir de imprenta el segundo tomo de las memorias del poeta astur-leonés, titulado «La pobreza» (que llegará a las librería el mes que viene, en febrero de 2020).

Sobre algunas páginas de
Un armario lleno de sombra

Por MOISÉS MORI

Portada de «Un armario lleno de sombra».

Antonio Gamoneda siempre ha señalado la raíz existencial de su poesía, que su obra surge de hechos concretos y vivencias propias, que late en ella una correspondencia entre palabra poética y experiencia real; y, por tanto, la memoria constituye el núcleo de su escritura. Anotamos unas palabras del poeta: “He dicho muchas veces que la poesía es un arte de la memoria y que la memoria es, necesariamente, conciencia de pérdida (tenemos memoria de lo que ya no es o ya no está con nosotros) y, también necesariamente, conciencia de progresiva consunción, de nuestro tiempo de vida y de nuestro acercamiento a la muerte”.[1] Y si la memoria (esa conciencia: de la pérdida, de la muerte) fundamenta el arte de la poesía, tampoco es extraño que, en 2001, y como de paso, señalara Gamoneda en una entrevista: “En realidad, yo podría escribir mis memorias con mis libros de poesía, curiosamente”.[2] Un presagio que vendría a cumplirse en 2009 con Un armario lleno de sombra, sus memorias de infancia, pues, en efecto, este libro está escrito con la misma sustancia existencial que Sublevación inmóvil, Blues castellano, Descripción de la mentira, Lápidas...

Un armario lleno de sombra comienza así: “No sé si la voluntad de escribir sobre mi infancia -de escribir mi infancia- tiene alguna causa”. La causa -la causa que podríamos llamar general- se relaciona necesariamente con esa conciencia de lo perdido (lo que ya no es o ya no está con nosotros) y del tiempo que pasa (nuestro acercamiento a la muerte), con el cruce de olvidos y recuerdos. No obstante, un libro de estas características, adentrase en unas memorias de infancia, parece pedir -y esta sería la causa por la que el autor se pregunta- un relato detallado, la referencia a datos concretos tanto personales como sociales e históricos; aun así, también ante este ámbito de concreción autobiográfica, tan diferente, en principio, al de su larga trayectoria poética, mantiene el autor el propósito de no limitarse a redactar o contar por las buenas (escribir sobre), sino de encontrar más bien la estructura y el registro que respondan a una verdadera interiorización de los hechos: que el relato constituya, en definitiva, una realidad por sí mismo (escribir mi infancia), lo que ya no parece un planteamiento tan ajeno a ese arte de la memoria que con otras palabras y otra música, regido de principio a fin por lo que Antonio Gamoneda llama pensamiento poético, vertebra toda su obra.

El libro, sin haber aportado previamente dato informativo alguno, evoca ya en esa primera página la naturaleza de situaciones y pequeñas causas (incluso “anteriores a mi vida”) que permanecen en el presente y sustentan estas memorias; una evocación cuyo ritmo sintáctico (recuerdoveo… escucho… huelo… veo…), fusión de elementos sensoriales e indeterminación marcan ya la ley del relato, la voluntad de abrir un campo propio de escritura (“Veo montones de estiércol, humeantes y rodeados de nieve en la cercanía de los establos (…). Huelo sustancias suspendidas en la atmósfera de una habitación en la que alguien acaba de morir…”),[3] por más que el texto no se proponga sostener siempre esa misma modulación (lo que nos mantendría en el pensamiento poético) sino observar un estatuto alejado tanto de la ficción como del mero apunte de datos y hechos.

E, inmediatamente, la muerte de la madre (“Yo estaba dándole de comer”) y un armario cerrado se enlazan en las primeras páginas con esos mismos procedimientos evocadores: elisiones, cierta ambigüedad, una imagen aún incompleta de la figura materna, la reserva de su nombre o la fecha de su muerte; palabras y silencios cargados de sentido, cruces de pasado y presente, recuerdos del niño enfermizo; presencia efectiva de un viejo armario en el que la madre (Amelia) guardaba la ropa y otros efectos personales y que el poeta -años después de que ella muera- decide un día abrir y enfrentarse a lo que ahí se encierra: el principio y el fin. Pues esta emocionante secuencia nos coloca ante la causa primordial que determina unas vidas.

Y pese a las imprecisiones señaladas, a que un cierto aire de sueño envuelve este decisivo y dilatado tramo textual que abre el libro, todos los objetos guardados en el armario materno (ropas, bolsos, fotografías, medicinas, documentos, joyas, etc.) se registran aquí con cuidado y detalle, comportan luces y penas, el rastro de la pobreza y del trabajo, gestos, olores, señales de la muerte, recuerdos asociados: el asma, la máquina de coser, sus labios azules… (“Sentí el olor de mi madre. Viva”); también la vida y la muerte del padre: la fotografía del periodista ante la máquina de escribir, el crucifijo “arrancado del ataúd de mi padre” …

Han pasado sesenta años: aquel niño que se miraba a veces en el espejo de ese mismo mueble, es ahora un hombre viejo que apenas se reconoce ante la luna del armario, que abre sus puertas y se adentra en la tiniebla. Los objetos ahondan lo perdido, traen la vida en común de madre e hijo, del padre, momentos definidos (la edad del niño en una fotografía, el abanico de la menopausia, cuatro cintas moradas y dos negras). El hombre viejo bracea entre los vestidos, los descuelga, examina uno por uno bolsos y cajones, hace una suerte de inventario (“el tercer bolso”), no se detiene (“agujas, dos canillas” de máquinas de coser), continúa hasta lo más hondo, parece buscar algo más, otra luz, una umbría aún más oscura.

Bracear, adentrase, hundir la cabeza en las sombras… voces exactas. Hay compartimentos y cajones dentro del armario, hay cajas en esos cajones y estuches en el interior de esas cajas; hay corazón en el cuerpo, escena primordial y una causa primera e imposible de comprender. Hay muerte e inexistencia. “En el cajón hay dos estuches”. En el estuche grande se guardan algunas joyas, no desprende olor alguno, es el pozo del padre (“Sé que mi padre, aprendiz de orfebre en su juventud, hizo él mismo estas piezas”); adentrarse aún en el interior de esa obscuridad: “hay, en esta caja, otra pequeña, negra y alargada”; y aún: “dentro, en nicho de terciopelo morado y deslucido, una jeringuilla delgada y corta con refuerzos de acero (…) y una aguja hipodérmica”.[4] Ya sólo queda girar la llave, cerrar el armario, salir de la sombra y la alucinación.

Leemos la nota editorial en la solapa del libro: “Antonio Gamoneda nació en Oviedo en 1931 y se trasladó a León en 1934, tras la muerte de su padre. Al cumplir los catorce años, en donde precisamente acaba la historia de Un armario lleno de sombra, empieza a trabajar como recadero en el Banco Mercantil”. Añadimos: el padre, también de nombre Antonio, falleció en Oviedo, en 1932, era periodista y poeta, autor de Otra más alta vida (1919).

El asma de la viuda recomienda el traslado a León, compartir la vivienda de otra familia amiga (“la casa de Sergia”, madrina del niño) en un barrio obrero de las afueras. Dejar la humedad de Asturias. Pero “había otras causas que no se decían”. Esas causas (“las causas enteras”) pertenecen a un tiempo anterior; ya se ha escrito en la primera página que “hay situaciones y pequeñas causas, lejanas unas y otras anteriores a mi vida”.[5] La memoria (primer movimiento) nos lleva a los tiempos de Oviedo, a las familias de los progenitores. Son recuerdos heredados, pero suficientemente precisos tanto en lo que se refiere a las relaciones entre las dos ramas familiares (intrigas, pugnas, celos, amores), como a la condición social de ambas (la guarnicionera, los peluqueros, la pequeña tienda), a la lucha por la vida de unas familias obreras, también a la solidaridad entre ellas (la abuela paterna realquilada en la pequeña casa de la materna), a esa cultura de la pobreza que queda grabada, como quedan en la conciencia las causas enteras.

Pero a los recuerdos heredados o transmitidos por la madre se suman los recuerdos propios, las informaciones -más o menos buscadas, siempre incompletas- que, con el tiempo, el hijo ha podido reunir acerca de su padre (política, literatura, sociedad, la casa). El aprendiz de joyero (poco amigo de los curas, cercano al anarquismo) consiguió salir del estrecho círculo al que parecía destinado, fue un periodista conocido en la ciudad, un poeta en la senda de Rubén Darío. Murió poco después de casarse con Amelia, de que naciera su hijo. Tenía cuarenta y cinco años. “Mi madre expandía veneración y simplicidad sobre el recuerdo de Antonio. Ahora mismo, yo tengo la jeringuilla en mis manos.”[6]

El periodista había adquirido adicciones peligrosas (“mi padre fue morfinómano”). Al casarse, dejó la morfina, pero la amenaza permanecía (“Mi padre no volvió a inyectarse pero guardaba Pantopón”). La tía Rosario (hermana del padre) vivía con los recién casados, aunque no sin fuertes tensiones entre las dos mujeres: había silencios, “gritos con causa desconocida”. Y apenas un año más tarde de que el niño naciera, el padre sufrió -“(la causa no se decía)”- un “terrible disgusto”: le provocó un ictus, las consiguientes y graves complicaciones, lo condujo finalmente a la muerte. El hombre viejo, el autor de Libro de los venenos, busca en la sombra. “Siempre habríamos de llevar con nosotros aquella muerte y sus desconocidas causas”.[7] Madre e hijo.

A pesar de todo, de causas calladas, enteras, pequeñas o desconocidas, de la confusión que todo ello genera en el pensamiento de un niño enfermizo (pleuresía, hepatitis…), de que perviva en ese hombre ya viejo que ha abierto el estuche, la última hora del padre -escena primera- es muy clara (“Tengo muy sabidos los datos del final”) y se escribe (“escribir mi infancia”) en la página cuarenta y cinco del libro: incluye un breve diálogo, una negativa, el sueño del que ya no se despierta. “Mi padre le ordenó a mi madre que le inyectase una concreta dosis de Pantopón…”.

Los objetos del armario (vestidos, fotos) mueven sentimientos, avivan recuerdos, son el arranque del relato. Conocemos bien ese mecanismo, la capacidad evocadora de un aroma, de una magdalena, de unas dulces prendas cualesquiera. “Sentí el olor de mi madre. Viva”. Pero el estuche contiene el último velo de la tiniebla, esa misma última y primera hora que la madre ha contado y repetido siempre con las mismas palabras de la página citada (“No, Antonio, puede hacerte daño, no”), la escena que contiene el germen y la sustancia, el asiento del mito.

La memoria de León se arma necesariamente sobre esta pérdida, entre el desamparo y la pena de madre e hijo. La misma sombra. Pero son ya recuerdos propios. Es curioso, no obstante, que el primer recuerdo propio (después de la muerte del padre, pero aún en Oviedo) sea de oscuridad, roce de ropas suspendidas, una deslumbrante claridad…; esto es, la confusa reminiscencia de una broma de sus primos que encerraron al pequeño (de tres o cuatro años a lo sumo) en un armario: “En ocasiones, revivo precisamente aquella oscuridad y, más vagamente, el tacto de las ropas”.[8] Y si este “mi primer recuerdo” no fuera tal (“no estoy seguro de que sea verdaderamente un recuerdo”), sino algo más bien transmitido por la madre (que se dio cuenta de la desaparición del niño) o construido por la propia memoria, dibujaría por sí mismo los contornos de una subjetividad, transmitiría una completa significación a ese bracear del hombre viejo que busca alguna luz entre los vestidos maternos y las sombras de la muerte.

La memoria de León abarca fechas marcadas: madre e hijo atraviesan juntos octubre del 34, la guerra civil, la inmediata posguerra. Se cruzan hechos históricos y terribles con la pobreza incrustada en la casa (la máquina de coser, la tabla para lavar ropa), con el hambre general y el racionamiento, con la represión, los tiros, tribunales militares. La viuda y su hijo (“Toñín”) llevan consigo aquella muerte y sus desconocidas causas, la orfandad; el niño, no obstante, descubre ahora el dolor de los otros, la miseria que le rodea, la violencia social, la muerte misma. No hay propiamente una página decisiva en este sentido; se trata más bien de una acumulación, de golpes constantes que configuran poco a poco la conciencia, el pensamiento, una moral.

Por una parte, está el abrazo materno, el lazo indisoluble y amoroso entre Amelia y su único hijo; luego está esa familia con la que se convive, más los vecinos, el barrio, el ferrocarril, el campo a las puertas de casa, animales inocentes (palomas, un caballo que llora, la perra torturada) como son inocentes el pellejero, el mielero, el afilador, la cuerda de presos, la sangre de los patios, las viudas, los que aparecen muertos entre las espadañas. Todo ello (“yo vi lo que vi”), recuerdos propios: desde la galería, desde el balcón de la carretera de Zamora, en el penal de San Marcos, por las calles del centro. Y siempre el peso de la muerte, esa perspectiva: sea la diabetes del hijo de Carrasco, un asno agonizante, el garrote vil. Entre el horror de la Historia, no queda apenas lugar para otra cosa que no sea testimonio, toma de partido. Los mineros asturianos en el 34, los días de la sublevación en el 36, la pobreza cotidiana. Se forja una memoria, la causa de una clase, de ese cuerpo aún infantil. Un día cualquiera: “Pasaban bajo mis balcones. En algún lugar he escrito que el frío de sus hierros no cesará nunca en mi rostro (…). Todo ello se iba depositando confusamente en mi conciencia hasta entonces vacía. Los presos iban esposados (…). Centenares de hombres en algunos casos (…). Nunca vi grupos de regreso”.[9] Y otro día cualquiera, de visita con su madre y tras merendar en esa casa chocolate y bizcochos, que oye a Nice, la mujer del comandante (a fin de cuentas, parte de la familia y siempre una ayuda posible): “¿Por qué perderán el tiempo con esos canallas? (…) No se les puede dejar vivos”.[10]

No hay capítulos ni divisiones tajantes en Un armario lleno de sombra. El relato se estructura sobre bloques textuales (el autor habla de trancos de escritura) de distinta extensión, casi siempre breves (una, dos páginas, alguna más) y separados por un espacio en blanco. Estas secciones siguen, en lo fundamental, un orden cronológico, pero la directriz temporal no es una regla ineludible; se salta con facilidad (por asociación, por contraste, por sentido del ritmo) de un punto a otro, y los trazos de la memoria van así dando forma libremente al dibujo. La larga escena del armario materno pone en marcha la rememoración: se buscan los antecedentes de Oviedo y siguen luego -consecuencia- los años leoneses, la parte más extensa del libro.

Y no todos los fragmentos son iguales; dentro de un mismo tono general, hay matices, distintos registros. Es decir, la voluntad de escribir mi infancia, de no redactar sin más o desde fuera, esa ley autoimpuesta desde el comienzo, se cumple de diferentes modos. Ya hemos aludido a ese estilo de algunas páginas (“Vienen las dentelladas invisibles de la carcoma y el estallido de celdas en el interior de la madera…”)[11] tan próximo a la lengua poética. Pero también se intercalan trancos (pocos, y particularmente breves) en los que predomina la metaescritura: anotaciones (a veces sólo unas líneas para introducir un nuevo bloque) en donde el autor reflexiona sobre el carácter y pertinencia del propio trabajo, ordena recuerdos, etc. (“Soy consciente de que el relato puede llevar consigo deformaciones…”).[12] O fragmentos indagatorios y algo dubitativos, pues -como sabemos- no siempre se conocen todas las causas. U otros en torno a lo onírico. O páginas más descriptivas (los paseos por el mercado leonés, los húngaros que pasan bajo los balcones, el entierro de la sardina, los curas en la taberna…), que aun cuando puedan discurrir con cierto aire novelesco, incluso humorístico (caso de la breve semblanza del tío abuelo Felipe, el peluquero que obtenía pelucas para la ópera ovetense “descabellando difuntas, y también, mediante convenio con el administrador del manicomio”)[13] dan siempre cuenta de un tiempo y una edad, del frío, del hambre, de la cultura de la pobreza, pues no se escriben aquí ciertamente por algo así como costumbrismo o fotografía de época, sino por lealtad a unas gentes, casi por deuda, porque constituyen tanto vivencias centrales en la formación del niño como un documento histórico. Pues lo personal o más íntimo (el cuerpo, la enfermedad, los sueños) y la configuración que el pequeño Antonio, en definitiva, pueda hacerse del mundo (también, por supuesto, de la poesía), se vincula siempre de modo indisoluble a la realidad social y política (“yo vi lo que vi”) y Un armario lleno de sombra posee así un claro valor testimonial; objetivo que también parece buscado por el autor desde el primer momento, y del que no se excluyen ni los nombres propios, ni una ira, más o menos contenida.

Y aunque no haya en el libro capítulos o divisiones claras, podemos señalar en la época leonesa dos etapas, que vendrían a coincidir con dos tiempos (separados por la guerra) y dos espacios distintos (la casa compartida del barrio de las afueras y el piso en el que van a vivir luego madre e hijo en la calle Particular del Padre Isla). Los cambios vienen motivados por la llegada de otra familia (presos liberados al finalizar la guerra) a la casa de Sergia (se le quita a Antonio el vaso diario de leche) y por la conveniencia de buscar una vivienda más cercana al colegio religioso donde el chico va a cursar el bachillerato.

La etapa primera es más contemplativa, más pasiva: el niño debe guardar reposo con frecuencia, permanece bastante tiempo en casa, se refugia a veces en lo alto de la escalera, a las puertas del desván, observa desde los balcones; se relaciona poco con otros chicos del barrio, además la escuela (“yo preguntaba constantemente por la escuela”) estaba cerrada. Sin embargo, al comenzar su etapa escolar cambian para él bastantes cosas; en este último movimiento del libro (colegio de los agustinos, años 40) se traza un áspero cuadro de la educación religiosa (castigos, abusos sexuales), y acompañamos al estudiante que consigue matrículas de honor (lo que le ha valido la gratuidad de los estudios) pero también al chico pobre y humillado en las aulas; vemos crecer al huérfano que abre el campo de sus amistades, vive en la calle y toma una más clara conciencia de la injusticia, al rebelde que finalmente abandona el colegio (por “la vergüenza de ser publicado pobre”) y se enfrenta con negatividad herida a la vida, también con energía y cierta insolencia, que compra, en fin, su primer libro, la Segunda antolojía poética de Juan Ramón Jiménez. Esta etapa de vida estudiantil es corta pero más activa que la anterior, resulta también más rica en peripecias, depara un ritmo más de novela.

El fracaso escolar (así lo llamarían hoy algunos) conducirá al joven lector de Juan Ramón a trabajar como recadero en un banco, a entrar, con catorce años, en la vida adulta, la de un obrero bajo la dictadura. Pero la semilla poética -y el hecho mismo de comprar esa Antolojía lo prueba- ya actuaba en el chico desde antes; desde que, a los cinco años, había aprendido a leer con los versos de Otra más alta vida, el libro publicado por su padre, y el único que pudo encontrar en casa cuando la escuela, por la guerra, permanecía cerrada. El relato de este aprendizaje importa tanto por su singularidad (“Con aquel libro (…) yo empecé a identificar signos y fonemas, luego palabras, luego líneas”)[14] como por sus consecuencias, por cómo el propio Antonio Gamoneda cree advertir en ese hecho (“No era un milagro pero lo parecía: sucedió y fue decisivo para mi vida posterior”)[15] una primera conformación de su sentido poético, el descubrimiento del lenguaje más allá de un uso meramente comunicativo o conversacional. Los versos del padre, esas palabras cuyo significado el niño no siempre podía comprender (“Si por sus altos vicios y sus bellos pecados / es su alma pagana condenada a bogar…”) anunciaban, sin embargo -con toda claridad, pues deslumbran– otra dimensión de la lengua, sus propiedades musicales, suscitaban connotaciones, sentidos posibles y quizá inexplicables (“no es lo mismo sentido que significado”): una revelación sensitiva, un saber no sabiendo, “una especie de placer hasta entonces desconocida”. Y así, el autor de Arden las pérdidas, el poeta de Canción errónea, el Antonio Gamoneda que ha sido considerado por algunos -más bien con ánimo descalificador- como un poeta hermético, incomprensible, puede aquí afirmar: “La poesía es y está en mi vida”. Y esa poesía precisamente. Esta luz; a esa edad: un destino. Y aún: “Considero imposible que, con la muerte por medio, pueda darse una relación más real entre un padre y un hijo que la que aconteció en mi infancia”.[16]

Se necesita, no obstante, una disposición o sensibilidad especial para sentir en los versos paternos, para buscar y encontrar en ellos, esa luz deslumbrante, un placer musical, la causa última de poesía y vida. Esa disposición personal se confirma en otro tranco de Un armario lleno de sombra sin aparente relación con la secuencia del aprendizaje de las primeras letras, sino a propósito del frío, de los duros inviernos leoneses y la huella que dejaban las heladas en los cristales de la casa de Sergia, en esa galería en la que transcurrían las horas del niño enfermo y soñador, esa misma galería desde la que también se observa lo que pasa en el patio, se respira entre plantas, se piensa en la muerte. “Los cristales amanecían blancos, cubierta su transparencia por armoniosas formaciones del hielo exterior”.[17] El niño que aprendía a leer en versos modernistas, que se encontraba en ellos con voces indescifrables (alma pagana, bogar, altos vicios), también buscaba analogías entre esas raras formaciones del hielo y el mundo por él conocido, imaginaba y veía así en los cristales extrañas figuras (“animales inexistentes, imaginarias bacterias gigantescas, flores que tampoco existen, encajes concebidos en un sueño…”).[18] Con todo, el mayor placer sucedía cuando se olvidaba de analogías y figuraciones para contemplar por sí mismos “los equilibrios compositivos que ordenaban la materia semitransparente”. Y el poeta de Libro del frío concluye: “Estaba, sin saberlo, descubriendo virtudes estéticas que rigen en la abstracción pictórica”. Ut pictura poiesis.

Y demos toda su importancia a otra fundamental semejanza de ambas experiencias estéticas: el placer intrínseco al arte. Pues tanto las composiciones abstractas del hielo (“la contemplación que más placer me proporcionaba”) como la música y el sentido de las palabras (“una especie de placer hasta entonces desconocida”) intensifican la vida del pequeño; una idea que, hablando directamente de poesía, ha repetido Antonio Gamoneda otras veces: “La experiencia de la emisión -o la recepción- de la poesía intensifica mi vida y yo vivo esta intensificación como una forma de placer”.[19] Pues, aunque el arte de la memoria sea el arte de la pérdida y pueda abismarse en las más negras sombras, persigue y proporciona siempre -antes y ahora- otra más alta vida.

Pero lo que hemos llamado disposición personal o sensibilidad de aquel niño no puede ser cosa distinta de las experiencias mismas, el resultado precisamente del conjunto de vivencias (familiares, sociales…) que estructuran la subjetividad (el alma) y que, a su vez, nos llevan hasta el hombre viejo que escribe estas páginas. Por otra parte, tampoco podemos ignorar las contribuciones de la teoría literaria sobre el carácter retórico de este tipo de discursos, la dificultad para trazar una frontera nítida entre ficción y autobiografía; o que la memoria siempre termina trabajando en una dirección interesada, aun cuando, como en este caso, estemos ante un texto valiente (testimonial, hemos dicho), y muy duro asimismo -otra forma de salvarse- con el propio sujeto narrativo, al que se nos presenta a veces como un pequeño canalla, o un personaje mezquino, cuando no ridículo. Ahora bien, el autor del libro también es consciente de posibles deformaciones, de que “la recuperación de la memoria no puede hacerse en términos de estricta y simple pureza”;[20] se refiere más de una vez a esa posibilidad, a que el tiempo y la propia conciencia hayan producido algunas transformaciones en los hechos que narra. No obstante, en la última página anota: “Pienso ahora, releyendo el original, que esta transformación no se habrá dado más que en detalles secundarios y no en la realidad principal de los hechos ni en el valor o el sentido de los hechos”.[21]

En cualquier caso, ambos extremos -impureza retórica y realidad sustancial del relato- no son incompatibles, ni siquiera contradictorios; de hecho, la conjunción de alegoría y verdad está en la esencia misma de los textos literarios. Pero no traemos estas cuestiones -inevitables, por otra parte, ante un texto autobiográfico- sino para comprender mejor cómo se configura la subjetividad del niño leonés, los orígenes de estas memorias. Porque precisamente ahí, en esa última página del libro, a renglón seguido de las palabras que acabamos de citar, sigue el autor: “Un caso particular es el de los sueños y semisueños”; para cerrar el párrafo: “Los sueños y los semisueños son parte nada secundaria de mi vida.”[22] Tales sueños también podríamos entenderlos como una conjunción entre realidad (el hecho mismo de soñar) y ficción (la fábula soñada), como un caso particular en el que se cruzan lo real y lo imaginario para producir así -sea el que fuere- un sentido. El autor recoge alguno de sus sueños infantiles y a veces hasta les busca un sentido, los interpreta. Somos lectores en segundo grado.

Los sueños aparecen en páginas salteadas, no son muchos, aunque parte importante -se nos dice- en la vida de ese niño cuya sensibilidad está en formación. Alguno de ellos se produce la misma noche de algún hecho narrado y que ha causado ese día un especial impacto; así ocurre tras aquella tensa visita del niño y su madre a la casa de Nice, la pariente que no entendía muy bien por qué no se exterminaba a los presos (“Aquella noche yo soñé con los presos”). El sueño se cuenta en su sinsentido aparente (Nice bendice con un hisopo…; “yo tomaba tazas de chocolate. Una tras otra”)[23], pero no se hace interpretación alguna.

Otras veces el sueño es entresueño y lo que ocurre en ese momento (el rosario de la aurora, las voces femeninas que llegan desde la calle) penetra en el ámbito maternal del niño, aún dormido en su “camacuna”, deja recuerdos imborrables: un amanecer de 1937, el rezo de las mujeres, la sensación de “tristeza y placer” cuando la salmodia se aleja; y la madre que dice: “Acuéstate; duerme todavía un poco”. La glosa aquí no es de lo soñado, que no existe como tal, sino de los hechos, de los hombres ausentes de esa procesión (en el frente, en el penal, “en ninguna parte”), de una música que “reunía transitoriamente a las mujeres de quienes, entre sí, eran o habían sido enemigos.”[24]

Tampoco existe ensueño propiamente dicho cuando el chico, que había acompañado a la vendimia de su pueblo (Sariegos, año 40) a un vecino suyo, el guardia civil Quirino, se emborrachó sin darse cuenta (a falta de agua, bajo el sol del campo, bebe por primera vez e imprudentemente demasiado vino) y cayó rendido por el sueño. Es este uno de los trancos más largos del libro:[25] a la extrañeza de un entorno desconocido se suma un suceso grave e inesperado, pues alguien acababa de morir en la casa contigua a la de Quirino, y ese ambiente funeral impregnará ya toda la jornada: se interfiere con el penoso estado (“renuncio a describir mi estado”) del niño, dormido en medio del campo durante varias horas pero que se despierta luego entre vómitos en una cama de la casa, que acaba por quedarse allí solo mientras los demás se han ido a velar al difunto, que recorre estancias mal iluminadas y se acercará, por fin, hasta la casa mortuoria. No hay aquí sueño ni imaginaciones, sino una extraña suspensión de los sentidos (“hondura letárgica”; “profundidades hasta entonces desconocidas”), una soledad completa (“nunca me había sentido tan solo”), un miedo oscuro (“un mal miedo”), otra conciencia del cuerpo en el espejo de un armario ajeno (“estaba lívido y tenía los cabellos revueltos”), la visión final del catafalco, los negros del luto, la embriaguez, los brazos de una mujer que lava ropas del difunto. No hay fantasías ensoñadoras ni imaginaciones, sólo luces mortecinas.

Pero los sueños también pueden darse en el presente (“hace muy poco tiempo soñé”) y traer hoy recuerdos y situaciones de aquellos días, como “el intento frustrado de abusar de mi compañero de colegio”, una vergüenza aún viva (“que se vuelve contra mí”). No obstante, el sueño -la misma situación, en el mismo descampado- siempre ofrece distorsiones, elementos imprevistos, turbadores, difíciles de comprender; en este caso, se producen en el desenlace: el compañero al que había acosado aparece muerto y amortajado en el portal de una casa desconocida, mientras que el hombre viejo que sueña se fija en el ascensor que, detrás del muerto, sube y baja “constantemente”, huye luego por calles vacías, quiere llegar a las montañas, pero éstas se alejan “constantemente”. Y el autor añade: “Algo hay de cierto en mi sueño: el compañero silencioso murió sin salir de la niñez”.[26]

La muerte merodea por sueños y entresueños, habita en las casas, en lugares cerrados. Pero aún hay en Un armario lleno de sombra al menos dos sueños más, cargados de sentido, aunque su condición onírica sea confusa, un tanto indefinida. Uno de ellos tiene lugar en la cueva de Valporquero, adonde el chico había ido de excursión con tres amigos; es la época del colegio, los años de rebeldía. Ya en el interior de la cueva, Antonio, “envalentonado”, se separó de sus compañeros y se perdió; poco después se le apagó la lámpara de carburo, quedó completamente a oscuras. Gritó, pero nadie le oía. No sabía dónde estaba, qué peligros podía correr (hasta él llegaba el rumor de unas aguas cercanas). Pero no tiene miedo (“no lo tenía aún”). Es más, se puso allí mismo a dormir. O no duerme. Oye voces (“palabras irreconocibles”). Sueña, pero quizá no duerme: “Creo que soñaba. No sé si dormía, pero soñaba. Estaba en un espacio sin luz pero esto no impedía las visiones. Vi una mujer, blanca en sus vestiduras y en sus largos cabellos que…”[27]. Las visiones se describen ampliamente, aun cuando, como suele ocurrir en los sueños, la narración tropiece con realidades difíciles de precisar: la superficie “inconcebible” por la que se mueve esa mujer blanca, el rebaño de cuadrúpedos (“bestias desconocidas”) que la obedece; no obstante, entre esos extraños animales (que “se desvanecían en la profundidad”) puede distinguirse la presencia de la madre: “Ninguno se acercó a mí; ni siquiera me miraban. Únicamente el último del rebaño, antes de desaparecer, se volvió y me sonrió con el rostro de mi madre”.[28] Parecería que estamos, pues, ante un sueño propiamente dicho, al que se añaden luego extensiones de nieve, palomas, quizá otros sueños (“todos ellos blancos”); aun así, no tenemos certeza de que el que se ha perdido en la cueva esté durmiendo, de que se despierte realmente de un sueño cuando sus amigos, por fin, lo encuentran y rescatan: “Desperté. (¿Desperté?)”.

Este sueño de la mujer blanca, de los animales que se desvanecen, de la madre, la nieve y las palomas, no recibe interpretación. Pero es difícil no ver en él un sueño en toda regla, con todas sus visiones, rostros y palabras ahí escritas; a alguien que duerme de verdad, por más que se apunte (“¿Desperté?”) cierta indeterminación. Y este sueño, en un lugar oscuro y cerrado, solitario, supone un grado más (“No sé si dormía, pero soñaba”) en ese estado impreciso e intermedio (la embriaguez, el duermevela) que parece caracterizar a los sueños aquí recordados; un estado que es propio de este niño, que no es exactamente el del sueño, ni el del entresueño común, ni tampoco el de la pesadilla, que los incluye a todos ellos, y que podemos, con el autor, denominar semisueño. “Los sueños y semisueños son parte nada secundaria de mi vida”.

Y el más característico de esa especie de desdoblamiento -despierto y dormido-, el sueño que recibe directamente esa denominación (“He dado cuenta de un semisueño…”)[29] es el de los cuchillos luminosos. Tuvo lugar en los primeros años, en la casa de la carretera de Zamora, una mañana en que el niño quizá amaneció enfermo, con fiebre; en cualquier caso, no fue un hecho aislado, pues esa impresión de división interna o confusa conciencia habría de repetirse (“me sucedió más de una vez”). El niño se despierta (“Desperté. No, no puedo decir que despertase”) y su madre está allí, tal vez le ha oído soñar o se ha dado cuenta de que le pasa algo, se inclina hacia él, le habla y trata de calmarle, le acaricia. El niño (“no podía ser mi madre”) le contesta con los ojos abiertos, pero la “realidad” no es para él “reconocible”: todo lo que percibe (una luz sin límites, la rueda de cuchillos, la madre misma) es, en efecto, tan irreconocible como amenazante, provoca un gran temor; y la sensación general de realidad suspendida, no le permite dominar su cuerpo (“Yo me sentía a mí mismo pero desconocía mi cuerpo; advertía su existencia y su peso unidos a una imposibilidad: no podía moverme”), ni siquiera levantar los brazos para protegerse (“la cosa temible que avanzaba hacia mí”).[30] Por lo demás, la descripción del semisueño (“decir dormido o despierto sería una simplificación”) con sus visiones omnímodas de “sustancia luminosa” (el espacio “blanco y fosforescente” que todo lo envuelve y cuyo “núcleo giratorio” es la temible “rueda de cuchillos”, hecha de esa misma luz, que avanza y amenaza; la madre “gigantesca”, “también ella pertenecía a lo temible”, “rodeada y atravesada por los distintos grados de la luz”; la opresión de esa claridad general, llena de temblor y vértigo: “yo estaba bajo ella y en ella; era insondable y me oprimía”…) es una descripción tan potente -tan minuciosa, tan grávida, tan enigmática- que exigiría su reproducción exacta. Este es el final: “Por fin, mis lejanos gritos hacían estallar la visión. Mi cuerpo verdadero volvía a mí. Sentía una gran fatiga y respiraba con dificultad. Mi madre seguía acariciándome y ya tenía su tamaño; estaba, como siempre, vestida de negro y sus manos eran sólo un poco grandes”.[31] Y la madre abre las contraventanas, deja entrar la luz del día en la habitación: “Después me limpió el sudor y sonrió tristemente”. Otra luz, sólo luz, la liberación de la luz.

Este semisueño va seguido de una explicación por parte del autor, quien relaciona la visión de los cuchillos con una canción infantil (“En Galicia hay una niña / que Catalina se llama”) que él oía por entonces a las niñas del barrio y cuya letra (“Le mandó hacer una rueda / de cuchillos y navajas”) considera como una versión libre del martirio de santa Catalina.[32] Pero con independencia de la canción infantil (reproducida ahí entera; bien interesante) y de los apoyos reales de los que puedan haber surgido cualquiera de las distorsiones soñadas (las tazas de chocolate, el rebaño de cuadrúpedos), lo que nos interesa (otra cosa sería un despropósito) es el universo mismo de las ensoñaciones, las presencias repetidas, y, sobre todo, ese estado particular del niño (“Mi madre, pasado el tiempo, me dijo que a uno de mis primos le ocurría lo mismo”) que sueña despierto pero dormido, que es y no es, y cuya conciencia, en definitiva, parece separada, ajena a un cuerpo incapaz de movimiento, pero dispuesto a ver espacios fosforescentes con los ojos abiertos. “No; lo que yo veía no eran sólo las imágenes de un sueño”.[33]

Hay una página en el libro que recuerda una época de enfermedad (“Entrando en mis seis o siete años”) y la obligación prescrita por el médico de guardar reposo dos horas diarias después de la comida. El niño pasaba esas horas en la galería, sentado en un sillón de mimbre que su madre había comprado con ese propósito y colocado junto a unas plantas; permanecía ahí quieto, sin poder moverse y, mientras tanto, miraba: la hortensia, las begonias, la planta de cristal, maceteros pequeños, bordes cárdenos; no se dice que mirara al patio. Era una inmovilidad tensa: “No estaba en una quietud relajada, sino rígida, forzado por el temor a cualquier mínimo movimiento involuntario”.[34] Y solitaria; tampoco llegaban ruidos de otras habitaciones. Por una parte, el cuerpo inmovilizado; por otra, la vista, que corría libremente por ese espacio reducido, que seguía a una mosca, que esperaba el goteo de una planta recién regada y encontraba en esas plantas distintas formas y colores, una serenidad silenciosa (“la serenidad de la galería”). “El centro de aquella paz estaba en los maceteros que digo, y su cápsula aérea envolvía también mi cuerpo”.[35]

Un cuerpo encapsulado, apresado en parte (“Mis ojos y mi pensamiento escapaban a aquella forma de estar”), escindido; y en un estado “de confusión temporal”, en el que no parecía haber presente (“No existía el presente”), o el presente “sólo era perceptible en su doble composición de pretérito y futuro”; hasta las hojas de las begonias parecían venir del pasado y ser “una desconocida anticipación de mi vida”. Y recordemos que el niño estaba despierto, que esto no era sueño ni semisueño, que la paz de las plantas envolvía su cuerpo en esa suerte de tiempo intemporal, lleno de luz (“Todo el espacio, a la hora del reposo, estaba lleno de luz”), en el que, sin embargo, ni siquiera pueda saberse (“no puedo saber”) si producía placer o sufrimiento. Hasta que la madre decía que se había cumplido la hora y el niño saltaba del sillón, daba unas carreras por la galería y volvía sentarse en el mismo sitio a leer: “Ya no era lo mismo; ya no estaba preso en un espacio magnético”. En efecto, rígido, en tensión y sin poder moverse, el cuerpo estaba recluido en una rara prisión luminosa, translúcida como la flor de cristal; un encierro del que solo se libraban el pensamiento y los ojos que contemplaban a las plantas: “Era una manera permisible de poner mis sentidos fuera de la prisión transparente”.[36]

Conocemos otros lugares, más o menos luminosos, en los que el niño se siente atrapado (la cueva, el armario de Oviedo, la casa de Quirino, los mismos sueños); es suficiente con no poder bajar de un árbol al que se ha subido para verse ahí también como encapsulado, y en un espacio -entre la tierra y el cielo- que se siente a su vez como infinitud, nada, inexistencia, abismo, azul inmóvil… Es la rama de un moral: “Me sentía como suspendido dentro de un prisma que no dejaba ver sus límites. Solamente se hacían sensibles la profundidad y la quietud.”[37] Cápsula, prisma, duermevela, inmovilidad, serenidad, infinitud…; interrogación del cuerpo, de su existencia misma. Prisión transparente es la expresión última de todo lo que esos términos representan, la otra cara de un mismo símbolo: el armario lleno de sombra.

El hecho de que el último libro hasta el momento del poeta lleve ese título (La prisión transparente, 2016) indica la pervivencia de un mundo interior, de los mismos sueños, por más que el tiempo, la luz y las sombras puedan perfilar hoy algunos ángulos de esa perenne conciencia, la extrañeza del yo (“¿Por qué / yo soy yo precisamente / en mí?”), la imposibilidad del ser, del cuerpo y su radical escisión; termina el poema: “Yo, / yo mismo en mí, / yo era, / yo soy / la prisión transparente. / Estoy / muy cansado.”[38]

Pero este vínculo entre obra poética y memoria biográfica indica asimismo -y por ahí empezábamos- lo que Antonio Gamoneda siempre ha señalado: la raíz existencial de su poesía, la correspondencia entre la palabra poética y su experiencia real. Por lo demás, las referencias directas a sus libros de poesía son constantes en Un armario lleno de sombra, el autor cita así con frecuencia textos suyos relacionados con los hechos que está rememorando, él mismo establece esas conexiones; valga una mínima muestra: “En algún libro lo he dicho: <<era el rosario de la aurora en los márgenes de la pureza proletaria>>. Puedo añadir: eran las madres, las esposas…”[39]

Así es, reconocemos en el libro de memorias continuos cruces con su obra poética; los ejemplos son innumerables. Hay referencias claras a todos sus libros, de Blues castellano a Canción errónea, a hechos sin duda decisivos (el armario, la guerra, los venenos, la muerte, el balcón) como a otros que pudieran parecérnoslo menos (un afilador, una perra maltratada, una mujer que lava la ropa del difunto, una tormenta). Se nos había advertido: “En realidad, yo podría escribir mis memorias con mis libros de poesía, curiosamente”. Sí, curiosamente, un poeta que algunos han considerado como hermético ha escrito Un armario lleno de sombra con la misma memoria que ha escrito su poesía. Aunque la cuestión en verdad relevante sería justamente la contraria: preguntarse por la autorreferencialidad del poema, analizar su lengua, qué operaciones formales se producen, mostrar así la autonomía del texto, la especificidad del pensamiento poético con independencia de cualquier asiento biográfico. Ya en 2008, es decir, con anterioridad a la publicación del libro de memorias, había planteado Miguel Casado directamente este tipo de cuestiones en un importante artículo sobre la relación entre autobiografía y poesía en la obra de Antonio Gamoneda, escribía por ejemplo: “Podría entonces decirse que la poesía invierte la lógica convencional de la autobiografía, pues no representa algo previamente conocido, establecido, sino que funciona ella misma como espacio de interpretación y de conocimiento (o desconocimiento consciente)”.[40]

Gamoneda, de niño, en la imagen que sirve de portada al libro «Un armario lleno de sombra».

El chico cumplió catorce años el último día de mayo de 1945, la mañana siguiente se presentó en el banco para trabajar “como recadero y meritorio”. Largas jornadas (debía encender la calefacción a las cinco de la mañana), algunas promesas, mínimo salario (ochenta y nueve pesetas). Es el fin de la edad infantil. El libro termina con ese breve fragmento, apenas un indicio de por dónde podría continuar el relato autobiográfico; sólo se añade un párrafo de balance sobre lo que se ha escrito (“un hecho vivido”; “reunirme, desnudo y único, con un yo mismo que, a la vez, es un extraño”; “un hecho más en mi vida”). No obstante, un último recuerdo de la infancia -primera y última pérdida- ocupa el tranco de escritura inmediatamente anterior a esos dos breves fragmentos que cierran el libro, pues ese mismo mes de mayo, la madre había enviado a su hijo a Oviedo para que trasladara los restos del padre a un nicho y recuperara a su vez sus piezas de oro (“rescatar la dentadura de mi padre”).

Tras el viaje en tren, el chico cumplió en el cementerio de Oviedo, acompañado de dos primos asturianos, el encargo materno. La escena está escrita con detalle.[41] Dos obreros levantaron la lápida de la sepultura y extrajeron los restos (maniobraron, no obstante, con la intención de quedarse con lo que pudieran hallar de valioso), se fueron luego (“les dije que se fuesen”). Había entonces que buscar las piezas de oro, limpiar los huesos, meterlos en un cajón y trasladarlos al nicho. Y esta impresionante tarea, aun con alguna ayuda de los primos, la realizó solo un chico de trece años en un proceso descrito por el viejo autor de estas memorias a veces con puntillosidad científica (“coleópteros en estado larvario”), o como quien hace fríamente inventario (“un molar y un canino”), pero también como quien se ha adentrado en capas oscuras (Me quité la chaqueta… empecé a remover… limpié… busqué… sentí… limpié con las uñas… di con… reuní… eché… envolví… ) para encontrar algo entre la nada, entre tanta muerte (“habrían de ser animales ciegos”). Elegía, rescate imposible. En cualquier caso, la escena no está dominada por la emoción, y no deja de transmitir el enojo implícito a aquella tarea (sin olvidar a los desenterradores); el mismo que se hace patente cuando conocemos que esas piezas de oro resultaron insuficientes -consideró el dentista- para pagar la prótesis dental de la madre; la misma oscuridad sentida cuando el chico hubo de cumplir otro rescate (“institucionalización de la usura”) que ahondaba en la misma ausencia: acudir al monte de piedad para recuperar unas joyas de su padre, el aprendiz, el poeta. “Eran las sortijas que ya tengo anotadas al recordar el registro del armario”.[42]

Libro de la memoria, de los venenos, del frío. Un hecho más en mi vida.

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NOTAS
 

  • [1] Vicente Valero, “Esencial Gamoneda” (entrevista con Antonio Gamoneda, 2003), en El lugar de la reunión. Conversaciones con Antonio Gamoneda. Edición de Carmen Palomo. Editorial Dossoles, Burgos, p. 147.
  • [2] Santiago Martínez, “La poesía sirve para nombrar lo desconocido” (entrevista con Antonio Gamoneda, 2001) en El lugar de la reunión, ed. cit., p. 131.
  • [3] Antonio Gamoneda, Un armario lleno de sombra. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. Barcelona, 2009, p. 5.
  • [4] Ibíd., pp. 7-18.
  • [5] Ibíd., p. 5.
  • [6] Ibíd., p. 40.
  • [7] Ibíd., p. 44.
  • [8] Ibíd., p. 46.
  • [9] Ibíd., pp. 84-5.
  • [10] Ibíd., p. 133.
  • [11] Ibíd., p. 6.
  • [12] Ibíd., p. 33.
  • [13] Ibíd., p. 24.
  • [14] Ibíd., p. 69.
  • [15] Ibíd., p. 70.
  • [16] Ibíd., p. 73.
  • [17] Ibíd., p. 166.
  • [18] Ibíd.
  • [19] Antonio Gamoneda, El cuerpo de los símbolos. Huerga & Fierro, Madrid, 1997, p. 24.
  • [20] Antonio Gamoneda, Un armario lleno de sombra, ed. cit., p. 59.
  • [21] Ibíd., p. 235.
  • [22] Ibíd.
  • [23] Ibíd., p. 134.
  • [24] Ibíd., p. 81.
  • [25] Ibíd., pp. 150-158.
  • [26] Ibíd., p. 78.
  • [27] Ibíd., p. 217.
  • [28] Ibíd., pp. 217-8.
  • [29] Ibíd., p. 118.
  • [30] Ibíd., p. 116.
  • [31] Ibíd., pp. 117-8.
  • [32] Ibíd., p. 121.
  • [33] Ibíd., p. 116.
  • [34] Ibíd., p. 86.
  • [35] Ibíd., p. 87.
  • [36] Ibíd., p. 86.
  • [37] Ibíd., pp. 147-8.
  • [38] Antonio Gamoneda, La prisión transparente. Vaso Roto, Madrid, 2016, p. 38-9.
  • [39] Antonio Gamoneda, Un armario lleno de sombra, ed. cit., p. 80.
  • [40] Miguel Casado, “Notas sobre poesía y autobiografía”, en La palabra sabe y otros ensayos de poesía. Libros de la resistencia, Madrid, 2012, p. 201.
  • [41] Antonio Gamoneda, Un armario lleno de sombra, ed. cit., pp. 230-234.
  • [42] Ibíd., p. 212.

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