César Iglesias reseña «Esta luz» en La Nueva España (2019)

Ildefonso Rodríguez, Antonio Gamoneda, César Iglesias y Avelino Fierro, en la Trébede (León), el 29-01-2020. / Foto: Javier Casares.

[Reseña de César Iglesias publicada el pasado 19 de diciembre de 2019 en el suplemento Cultura del diario asturiano La Nueva España]

Esta luz. Poesía reunida (1947-2019)
Antonio Gamoneda
Galaxia Gutenberg, 2019
Volumen 1, 670 páginas, 29,50 euros
Volumen 2, 508 páginas, 21,90 euros

Gamoneda, poeta en pijama

El Premio Cervantes asturleonés ultima La pobreza, segundo tomo de sus memorias, y afirma que su poesía está “en la perspectiva de la muerte”

Por CÉSAR IGLESIAS

“Cuando yo tenía catorce años,/ me hacían trabajar hasta muy tarde”. Quien escribió esto ha cumplido ya 88 y su jornada laboral se prolonga en noches de café, picadura de tabaco y la luz blanca de un ordenador, idéntica a la de la catedral de León que custodia su vigilia creativa. El responsable de esas palabras es Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931), aquel adolescente proletario que madrugaba para encender la calefacción de una oficina bancaria de posguerra. Ahora no madruga, pero persevera en cumplir con la tarea de ser el guardián de nuestras pesadumbres y alumbrar algunos bálsamos, ciertas certezas. 

La productividad creativa de este Premio Cervantes se ha materializado en la nueva edición de Esta luz (Galaxia Gutenberg, 2019), al cuidado del poeta, ensayista y traductor gijonés Jordi Doce. Lo ha hecho con la incorporación del Libro de los venenos, una singular recreación de un tratado médico y botánico del griego Dioscórides vertido al castellano por Andrés Laguna, nuevas versiones de textos de diferentes autores, los volúmenes publicados en los últimos tres lustros (Canción errónea, La prisión trasparente y No sé) y Las venas comunales, un libro que comparte la naturaleza de inédito con otros tres largos poemas. Cierra el segundo tomo un epílogo de nueva planta ensayística de Miguel Casado, profesor y poeta, sin duda el lector que mejor ha sabido explorar los abismos gamonedianos. Estas 1.178 páginas son el legado de un hombre que asumió la obligación de certificar en primera persona las líneas del sufrimiento universal y trazó con su letra afilada la cartografía de “una hermandad sin esperanzas”. 

Pero no ceja en su empeño estajanovista: el poeta que trabaja en pijama ultima estos días La pobreza, la segunda entrega -”ya probablemente última”- de sus memorias que llegará a las librerías en febrero y que relata episodios de los 74 últimos años, los que siguieron a los narrados en Un armario lleno de sombra (Galaxia Gutenberg, 2009), donde dio cuenta de ciertos aconteceres del Oviedo de la República y del León de la guerra y la posguerra. 

La referencia a la pobreza en el título del nuevo volumen memorialístico no es ningún artificio verbal. Responde a datos precisos de la biografía de un hombre que conoció todas las variedades del sufrimiento: padeció la orfandad paterna y la penuria, criado por una madre amorosa y asmática; fue un niño con la mirada enrejada en un balcón y testigo de la “extracción de hombres hacia lugares fosforescentes”; se hizo adolescente en madrugadas gremiales; mozo que vivió tiempos sin “tabaco ni esperanza”; resistente que iba a las “tabernas /amarillas a cambiar el silencio/ exterior por una voz humana”; esposo que viajaba en trenes “de campesinos viejos y de mineros jóvenes” para visitar a Ángeles Lanza, maestra de escolares en los territorios de la caliza y la hulla; padre de Ana, Ángeles y Amelia, a las que un día cogió de la mano y advirtió: “no vayáis nunca solas a la carretera del norte”; camarada de los que “sabían gemir”, pero “fueron amordazados por los que resistían la verdad”; discípulo del “vigilante de la nieve” y compañero de tantos desaparecidos… 

En tiempos en que el vocablo pobreza se considera una afrenta, en que la desigualdad cava fosas más profundas y la conciencia de clase ha sido demolida, la permanencia de una escritura poética construida con el pensar y el decir de la resistencia y la subversión se convierte en una extrañeza. Sin embargo ahí está Gamoneda. Ese sigue siendo su empeño. “No sólo se trata de actuar desde la pobreza, sino actuar en la pobreza”, puntualiza sentado en un despacho invadido por libros, papeles y los retratos ocres de sus padres.

“Hubo un tiempo en que mis únicas pasiones eran la pobreza y la lluvia”. Lo advirtió en el Libro del frío. La pasión de Gamoneda no surge sólo de una penuria material, brota también de los calvarios cotidianos que golpean al ser humano. Los del propio poeta y los que identifica en sus semejantes. “La desgracia de los otros entró en mi carne”, anotó la francesa Simone Weil, sentencia donde tal vez resida el germen del pensar y el decir gamonediano, con su capacidad singular para nombrar las diversas formas del padecer y las simas del mal. De ahí que esa conciencia de sufrimiento como causa social se extienda a su lengua poética, alejada de lo usos comunes y cotidianos establecidos por el poder. “La rebeldía poética no reside en la temática de lo justo o lo injusto, reside en la propia naturaleza del lenguaje”, aclara, como oposición al idioma de la dominación.

La muerte es una palabra siempre al acecho en los labios de Gamoneda. No podía ser de otra manera. “Tenerla presente intelectual y sentimentalmente, ha sido un factor determinante”, asegura este hombre huérfano desde los dos años, que presenció los desfiles matinales de muertos vivientes camino al convento de San Marcos o de las desapariciones de camaradas y seres queridos. “La perspectiva de la muerte siempre estuvo en mi poesía. En la vejez también: no llega a ser una aceptación, sí una impostación serena”, sostiene el poeta asturleonés.

Esa escritura de “homo dolens” –en palabras del vienés Viktor Frankl que ejerce Gamoneda corresponde a un tiempo y a un espacio territorial amenazado por los apocalipsis personales y colectivos, que ha tenido la capacidad de armonizar el yo y el nosotros en una biografía plural del sufrimiento. Desde los primeros poemas escritos en plena posguerra española y europea, el autor ha buscado ese equilibrio. Setenta años después persiste el mismo latido emocional. Jamás ha declinado en la toma de conciencia del sufrir ajeno y en la adopción de una posición política.  “Ahora”, confiesa, “se da una más intensa conciencia del dolor ajeno, de la justicia y de la injusticia. Esa es una actitud sociopolítica, aunque no suponga una filiación política”.

Un hombre indignado, ¿también desolado? “No creo que sea especialmente un pesimista”, afirma mientras apura su enésimo cigarrillo. “Lo que me distingue de un muchacho feliz es el detenimiento de extrañarme ante esto que convenimos en llamar vida y contemplar la muerte como el fin de un error o, tal vez, de un error acumulado, que transforma la existencia en nada”, añade. “Ya es difícil vivir. Sería excesivo/ que fuese también difícil/ morir. ¿No basta/ un error?”, precisa en Las venas comunales

Mientras lía otro pitillo y afuera, en el jardín donde se alza el lauro, nevisca en este otoño invernal y leonés, se oye un verso hasta ahora inédito (“Hablo de ayer pero hoy / aún es ayer. Tengo miedo (…)”.  Y surge la pregunta: ¿perviven los viejos temores? “Aunque no sería muy razonable que aparezcan de nuevo, los temores desatados por la represión y la mortandad de la guerra y la posguerra me golpean. Me atormenta pensar que vuelvan los asesinos, las palizas, la tortura, los gritos de las mujeres en la madrugada, las cuerdas de presos, los paseos… Es mi miedo, porque he sido testigo y, de alguna manera, víctima de aquella barbarie. Sé que no será lo mismo, hay otras formas más sofisticadas de criminalidad para perpetuar el dominio, pero los temores perviven. Insisto: hoy sigue siendo ayer y tengo miedo”, responde.

De ese ayer amenazante y de ese temor a su resurrección procede la rebeldía de Gamoneda, su sublevación poética frente a los mecanismos sociales de dominación que las máscaras del poder van imponiendo. Hizo suya la lección del historiador británico Eric Hobsbawm y los riesgos de vivir, como en nuestros días, contra la memoria, “en una suerte de presente permanente”. Al modo de un borgiano ‘Funes el memorioso‘, Gamoneda no olvida y es otra forma de resistencia.

Gamoneda ya no madruga, ha optado por velar la noche del mundo. En su laboriosidad de octogenario, el gran poeta en castellano de nuestros tiempos, se ha convertido en un vigía que sólo aspira, con sus sílabas tan negras como humanas, a alcanzar “una despojada y aparentemente última paz”. 

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