La revista «Un ángel más» (Casa Revilla, Fundación Municipal de Cultura, Valladolid), que dirigieron Gustavo Martín Garzo, Carlos Ortega y Miguel Suárez, dedicó en su Nº 2, publicado en otoño 1987, un amplio dossier al poeta Antonio Gamoneda, que coordinó Miguel Casado.
En ese dossier apareció originalmente este texto, que se publica ahora de nuevo, tal cual era entonces, por gentileza del autor (que ha tenido la generosidad de transcribirlo):
LA ESCRITURA DEL CUERPO
Por ILDEFONSO RODRÍGUEZ

Ildefonso Rodríguez. Foto: Eloísa Otero.
Lo que ahora muestro es solo mi actividad de lector: un conjunto de estampas, de postales extraídas de unos textos para mi gusto y claridad. Elaboré, con rachas de pasión, un panorama, un aparato semejante a un estereoscopio antiguo y me asomé a él una y otra vez. Mucho quedó fuera, pero yo tuve que elegir. Es seguro que todo, en la poesía de Antonio Gamoneda, pueda verse desde puntos invertidos y contrarios a la visión que yo me representé, pues incluso esta para mí es ocasional (basta que yo vuelva a su lectura para que ya aparezca otra y muy diferente, y ahí reside uno de los valores altos de esta poesía, en ser irreducible como pocas).
Si mi elección fue ajustada, si tuve buen o mal gusto al escoger, es algo, obviamente, ajeno a los textos. La que allí quedó, extendido sobre aquel mostrador, es mucho más, hasta la cara oculta de esa escritura, la que yo nunca llegué a ver. Pero eso es lo que traje conmigo y ahora lo expongo desde la amistad con tal poesía, amparándome en una forma de confianza que, con todo, no deja de intimidarme.
La escritura poética de Gamoneda gana a sus lectores por el despliegue de una energía poco común, una atracción en la que el propio lector obtiene la experiencia continuada y muy específica de su acto de lectura. Es como si, al leer, se le representase de un modo nada virtual y en cambio muy corpóreo, vívido, una naturaleza que le pertenece y a la que él mismo pertenece; se le ofrece un organismo que roza y se comunica con sus propios sentidos, con la sensibilidad absoluta (no parcial, no ideal o figurada) de su cuerpo. El lector pone en suspensión su hábito común de mirar un texto, de pensarlo y entenderlo. Abre los ojos sobre la escritura y obtiene sensaciones de tacto, de paladeo, de audición, advierte un bullir de movimientos en su interior. Crecen en él materias y sustancias que desconocía y las incorpora, de un modo natural, a su repertorio, ilimitado ya, de experiencias en lo que entiende por mundo. Ve también nuevos objetos que, le parece, podría pesar con la mano o bajo cuyas sombras sería capaz de reposar.
Pero toda esa sustancialidad, esa corpulencia en la que se amplifica el lector, no es más que palabras, vocablos que él mismo reconoce, después, como semejantes e idénticos a los de su habla común. Y vuelve al texto y otra vez esas palabras se le transmutan por efecto de una combinatoria en apariencia muy evidente, se recubren, generan un cuerpo inesperado, pero también reconocible desde el sensorio del lector. No solo los nombres y los adjetivos portadores de color o sinestesia poseen tal vivacidad, pues hasta las partículas, los adverbios, se comportan de modo semejante, se espesan, forman grumos, les crecen pestañas vibrátiles. Y en cuanto a los propios textos, tanto da si son dilatados (un conjunto casi absoluto como la Descripción de la mentira) o bien son prosas, iluminaciones fragmentarias y formas muy breves como las que se componen en las Lápidas. Siempre el lector asiste al mismo fenómeno: una poesía que le cubre y se deja cubrir, que espumea, que desborda sus límites (aun en el caso de que alguna poesía los tenga).
En el propósito de averiguar algo sobre las causas, los orígenes de tal potencia, me pareció que esta podría dimanar desde dos centros: desde la voz, la nervadura de una voz inalterada que atraviesa todos los textos, y también desde la noción de escritura como cuerpo, como organismo. Asociándose a ambas razones aparecería otra zona, y es la visualidad que abre el alzado de unos símbolos muy precisos.
Esa voz, presente en toda la obra de Gamoneda, tiene el carácter de una monodia y genera una música especial, ajustada con eficacia a las necesidades de su discurso poético. Música detenida que, sin embargo, avanza en la lentitud y no se determina en cadencias o modulaciones, pues persiste el mismo modo. No es una sonoridad tonal, sino modal, ya que su punto grave (su referencia para el oído) no cambia, permanece en la sucesión. Un sistema económico de repeticiones y la persistencia de la voz apoyándose en los signos recurrentes. A partir de tal supuesto van apareciendo las otras voces del discurso, el tú masculino y femenino, el nosotros y vosotros, ellos y ellas. Pero todas las demás voces son una mediante un procedimiento no jerárquico y en ello consiste la virtud de la música modal, pues no hay acordes dominantes para el cambio. No hay armonización, sino simultaneidad de las voces. Todos los tramos de la escala elegida tienen el mismo valor y todos son capaces de crear tensión y relajación. Se eleva una atmosfera repetitiva, matizada en inflexiones leves y ésta es una música gótica, una cantilena eclesial, resonante en bóvedas, como un gregoriano. La respiración de las voces está en los neumas que el lector va encontrando y asocia a los soplos de un cuerpo sumido colectivamente en el canto, reflujos de la tensión: esos “ah” donde inhala y respira la voz, empleados por Gamoneda más allá de la función expresiva y también las preguntas constantes que abren vanos en el texto. El aire del gregoriano y sus distintos modos es la comparación más firme que encontré para fijar el sonido de esta poesía. (1)
Pero Gamoneda ha titulado uno de sus libros con la palabra blues, Blues castellano, y esa forma musical parece poco gotizante, a primera vista. Sin embargo, no hay contradicción: el blues que Gamoneda practica (muy próximo en su estructura a los auténticos blues rurales) es otra forma musical de la lentitud y la repetición. El blues reiterativo, redundante, es una salmodia, un vaivén consolador que se balances sobre un mismo punto.
También algunas Lapidas son tangos y otra vez la marca en el bloque, en la sustancia única, pues el tango es una monorritmia. La música de Gamoneda es, según sus propias palabras, una música “antes de su división”. (Y por lo que respecta a su timbre, si alguien pudiese tocarla, debería elegir el fagot, pues ese instrumento, de entre todos, posee el timbre no ya de la voz humana, sino del cuerpo humano, resuena y retumba en el fagot la oquedad ventral y fértil del cuerpo).
Justamente lo corporal, lo orgánico es el segundo centro desde donde irradia el misterio y la evidencia en la poesía de Gamoneda. Voy a los textos y las preguntas que me hago son muy básicas: ¿cómo puede tener piel la mentira?, ¿cómo se alimentan los insectos de un alma?, ¿cómo puede convenirle a un adverbio el acto de silbar? O bien, ¿qué palabra es ésa “lastrada de rocío, verde bajo los vientos, hirviente y dulce en los almacenes”? Puede que mi extrañeza, tan abundante, suene a pura ingenuidad, a realismo grosero, o muestre a un lector infantil, perdido en lo verosímil y en los porqués del cuento maternal. Pero la poesía es también un modo de conocimiento, un sistema que con sus propias leyes dirime, entre otras, la cuestión de lo real y de la experiencia.
Parece que las preguntas planteadas tienen como referencia algo común a todas, esa confusión entre palabras de un orden conceptual o abstracto y otras de un campo diferente, el que cubre la verbalización y los nombres de lo físico, cuyos atributos son sensoriales.
Aun siendo este un procedimiento activo y presente en el habla, el uso que Gamoneda hace de él lo supera por exceso y manipulación tenaz, lo transforma hasta conseguir, mediante metagoges sutilísimas y variables, una auténtica lengua animista. Por otra parte, esa animación del mundo, tantas veces admitida por los poetas hasta convertirse en un tópico y en señas de mala poesía, se practica de modo radical en un terreno oscuro, supuestamente antipoético: el de las funciones de la materia y del propio cuerpo. Lo inanimado se mezcla con la palabra en una verbalización que asume los efectos de esa dinámica donde se contiene, larvado o en pleno bullicio, el devenir de las formas y de las sustancias en la materia. Y éste es el prodigio: a base de llevar tal procedimiento hacia un polo opuesto al marcado por la tradición (la naturaleza poéticamente idealizada o absorbida por el yo lirico), se construye una lengua de una belleza aguda, mantenida en tensión.
Existen escrituras y formas de pensamiento en las que echó raíces una confusión primaria entre naturaleza interior y exterior (cuerpo y espíritu, vida individual y vida universal) y se generaron los grandes cuerpos de lo abstracto. Las postales que mostraré a continuación están sacadas en algunos de esos lugares donde se escribió o pensó de tal modo el mundo. Para llegar hasta ellos imaginé un supuesto: las metempsicosis del poeta y los distintos cuerpos que poseyó a lo largo de las reencarnaciones. Es un tanto desmesurada mi ficción, pero no creo que le resultase antipática al propio poeta.
El primer cuerpo entrevisto fue el de un presocrático en la plena edad de su florecimiento. Bajo los pórticos, en lugares reconocibles de su ciudad tuvo un discurso, narró fragmentos de mitos y contemplo los actos de sus conciudadanos. Criticó a los héroes, su usura con el lenguaje, y valoró las formas de la pobreza. Poseyó, como pertenencias, “un tejido de cáñamo, leche (azul en los bordes) y la contemplación de los espías”, pero no cayó en los extremos que representaban los cínicos o los sabios desnudos. Practicó el rito de la amistad y el diálogo con sujetos existentes, reales y conocidos muy de cerca alguna vez.
Vio las formas del mundo como empastadas en un hibridismo fundamental y en esa materia encontró su arjé, sus palabras activas. La organicidad de tal materia, en continua germinación, le hace desprenderse en untos, tegumentos y membranas que recubren las cosas. Así, hay opacidad y transparencia en lo real y una mecánica de sustancias por las que opera el conocimiento, según la dýnamis de un grumo impregnante donde “la belleza extiende sus aceites”. Tales sustancias, por soplos de rarefacción y condensación, se fijan ante la mirada del hombre perplejo, se asocian entre sí por leyes de necesidad, en un verbo que provoca resplandores. El poeta asimila esa naturaleza grasienta a su propio cuerpo y a su lenguaje, dice: “el lenguaje es enjundia de mi cuerpo”.
El presocrático dio proposiciones de primer grado (“la lengua se agota en la verdad”), imperativos simbólicos (“restablecer la oquedad”) y una tabla de virtudes cívicas, prácticas, contra los delatores o las formas extremas de afirmación.
Su teoría de la identidad se expresó también en el derrame del yo difundiéndose en lo otro, en las materias ajenas: “en derredor no ves otra cosa que ti mismo”. Mediante pares de opuestos, practicando un cerrado espíritu de contradicción, alcanzó la dualidad abismática; pues el interior del sujeto fue visto como exterioridad, un hueco transitable. Aun así, algo siempre permanece oculto y no acaba de mostrarse. Como un hierofante se pregunta, asomado al misterio: “¿quién habla en ti, cómo es la forma de tu rostro?”.
Una nota más sobre este cuerpo antiguo del poeta, su teoría de la visión. Compartió con sus contemporáneos la incapacidad de concebir la abstracción pura o los conceptos inmateriales. Lo mental es un atributo más de la Físis; toda palabra es material, hasta el nombre propio se mastica y los signos tienen peso y forma definida. Son nódulos, números y cifras de una cuenta para mensurar lo real. La visión llega a través de cánulas y filtros y el cuerpo se abre en poros, como una malla por donde circulan los idolillos, las imágenes de las cosas. Este acto no es contemplativo sino físico, más semejante a un contagio, a una impregnación, y deja humores, líquidos y tiznes en la piel del que mira las cosas y escribe sus nombres.
Próximo a la ciudad donde tuvo su vida el presocrático hay un oriente bíblico; de ahí extraje la segunda de mis estampas y la apliqué sobre los textos de Gamoneda. Ahora la transmigración le ha llevado a ser uno de los profetas y justamente uno que conoció en su propio cuerpo los efectos de la corrupción moral, y, como un resucitado, relató su oscura experiencia. No hablaba en nombre de nadie, dejaba sólo que sus palabras se originasen desde tal límite.
En ese oriente, se generó una escritura asentada en un lenguaje animista (transmigrador el mismo) y su conjunto son los Libros, las Escrituras de la Biblia. El perfume y la plasticidad que le llegan al lector de esos libros guardan cierta semejanza con las cualidades más físicas de la poesía de Gamoneda. En ellos es frecuente el procedimiento de atribuir materialidad a los conceptos abstractos. A veces el concepto incluye, por un vínculo necesario e interno, la materia visible, sensorial del adjetivo. En otros casos se establece una comparación (“beber los insultos como agua”) o se emplea el atributivo (“el agua amarga de la maldición”). Esta escritura sensorial se acumula hasta construir un libro tan físico que resulta ser un alimento, cocido y amasado. A menudo surge la imagen del profeta cuya voz proviene del hecho de haber comido un libro; incubado dentro provoca una preñez, amargura y dolor (en Ezequiel, San Juan…). Gamoneda escribe: “y la escritura penetró en tu vientre”.
El cuerpo de ese profeta fue llevado hacia la máxima exterioridad o alejamiento posible: se le depositó en la tierra para que allí se mezclase con su medio natural, arrojado al semillero (es la experiencia del resucitado o, en otro orden histórico, del alquimista que se transforma él mismo con la manipulación de las sustancias). Confundido con esa naturaleza exterior, el cuerpo conoce nuevas funciones y cada vez se hace más difícil separar ambos organismos. Hay una supuración de sustancias y la propia voz se espesa en un paladeo continuo. Todo está puesto afuera, hasta el corazón, y en el espíritu (que ya no es soplo) se abren bocas, oídos y ojos por donde se asimilan los productos de esa fermentación que sucede a su alrededor. Se expande la humedad de las aberturas y en la piel aparecen estigmas, picaduras conceptuales (en el alquimista quedan lesiones del manipulador). Desde el lugar infectado la voz relata la visión de lo que acontece en su presencia: escucho, veo, oigo, dice continuamente esa voz. El mundo está en descomposición o es un avispero que provoca tatuajes, revelaciones, y hay que nombrarlas, asociarlas a los pensamientos. Esos parecen resonar en una cámara, por concavidades, mientras el cuerpo germina bajo las bóvedas del exterior y lo confunde con su propio hueco interno, ventral. Hay una actividad celíaca, una mirada hacia adentro para admitir las entrañas de la víctima, los flujos, las deposiciones de ese cuerpo sometido a los remolinos de su medio (en el alquimista es la observación de las combustiones, sobre todo las del azufre al provocar dos colores básicos en la poesía de Gamoneda, el azul y el amarillo).
Se derraman ácidos y el profeta desearía, más de una vez, una retracción a su cobijo, a interioridades más oscuras y anteriores (el propio vientre maternal).
Pero ante las transformaciones se queda “mudo”, “perdido”, “encendido”, “ciego”. “No pongas lombrices encima de mi alma”, dice, pero hay un estatismo activo, “llagas inmóviles” que se ejercitan en la piel extendida al máximo. El nombre que le corresponde a ese profeta es Fagos, el Voraz. Su ulceración genera las sustancias y se alimenta con ellas. Es un ser sudoroso, alentador, y se le contempla inmóvil, poniendo orden con palabras a la confusión física.
El poeta nos da los nombres de los lugares donde yació hasta ser lacerado: en ciénagas, en estercoleros, en legamos, en almácigos, en vertederos, en humedales. Desde allí se extendió el abono de sus palabras; se hizo sangre y escamas, clamó desde la humedad, recogiéndose y confundido con la misma materia donde tuvo su lecho (o fue un enterrado, antes de la resurrección, escarbando la materia que le aprisionaba, madera, nieve, con uñas fuertes y poderosas: “sé paciente en sus uñas, ah cadáver…”. Le quedó un miedo a los lienzos, a las ceremonias del embalsamamiento, al sudario).
Y se describen los escenarios donde tuvo lugar aquel arrojarse del cuerpo, espacios cargados de soledad, como vistos por un sonámbulo que va reconociéndolos: son patios interiores, los escombros de un almacén, pórticos y soportales donde parece caer una luz abrasadora. También los extramuros de la ciudad, los descampados.
El nabí, el vidente, pidió una palabra que durase en su boca y esta se le pegó al velo del paladar; con la virtud de la vergüenza, clamó por la misericordia, la palabra tiene que ver con el corazón puesto ante la mirada de los demás. Fuera, la ciudad exterior se corresponde con la interior, la construida dentro del cuerpo. Y lo que el profeta vio fueron muros, muros divisores de la mirada y de la conciencia (de la conciencia desgraciada o avergonzada, como un momento de la conciencia universal). Esas extrañas construcciones son aborrecibles y provocan la perplejidad, la suspensión del juicio del que está parado ante ellas. La ley está dentro de sus oídos pero el, con voz admonitoria, la nombra como mentira, pues está ante el muro ciego de la imposibilidad. Frente a él maneja los instrumentos airados, látigos y lágrimas, y se oye un silbido de cuerdas, amenazador. Luego sobreviene un cansancio profundo. También la ciudad conoce una infección, por ella se mueven espías, mendigos, delatores, vigilantes. Vuelve a alzarse el muro, paredes ensangrentadas o la visión de “hijos asidos al delantal sangriento”.
(El alquimista, en la interioridad de su gabinete, parece más ajeno a la ciudad exterior y la contempla con ánimo más sereno. Fue un hombre acostumbrado la lentitud del que vierte líquidos en frascos de boca y cuellos muy estrechos, alambiques, perfumadores).
Como don Sotero, protagonista del único cuento publicado por Gamoneda, poseyó un humor y una agilidad para hacer sus experimentos jugando con la química. Don Sotero era un gastrónomo, un cocinero lento y apasionado por la estética. El alquimista manejó las sustancias madres que se depositan en el fondo y originan otras y así construyó su habla y su “escritura de carmines abrasados”. Por sus manipulaciones se encendían claridades intensas y fogonazos, visiones que le causaron asombro y hasta llegó a contemplar su propia desaparición. Alimentado por la fosforescencia, adquirió un cuerpo más intangible, el del desaparecido. Y la magia de las transformaciones le convirtió, a veces, en un ser capaz de enroscarse sobre sus anillos y deslizarse por un escenario como soñado. Algunos familiares o aliados llegaron hasta su taller, mensajeros como esa Úrsula de las Lápidas, a quien el poeta pregunta su nombre e intenta una aproximación recelosa pero decidida…).
Tal vez la figura de este profeta, Fagos o Job, resulte excesiva, de tintas muy cargadas. La he pintado así en un intento imaginario de entrever, como lector, el centro vital desde donde se condensan las sustancias que humedecen o resecan los textos de Gamoneda; un cuerpo, sometido a lo orgánico, en su metabolismo verbal conoce actos transustanciadores y los fija en la escritura. Esa pretendía ser mi imagen.
Podría hacerse una distribución de tales sustancias en dos clasificaciones: las más simples (azufre, leche, miel, hasta el óxido o el azúcar) y otras más complejas y derivadas (coágulos, pomadas, lacres o pelambre).
También sería posible establecer un cuadro de virtudes, el precipitado de ciertas virtudes que se asocian a la destilación de las sustancias (la negación, el cansancio, la lucidez, aparte de las ya citadas como las más altas, la misericordia, la perplejidad, la vergüenza) y sus contrarios (la afirmación y las formas que se derivan del desprecio). Habría un código de palabras referido a la mecánica por la que se generan las sustancias (exprimir, fecundar, oler, alentar), y otro que daría cuenta de los efectos causados por tal mecánica sensorial (el primero de todos, la desaparición, pero también la trasparencia, la blancura, el resplandor, lo raído, lo ardido).
Este es, resulta claro, un procedimiento mecanicista para hacerse con las palabras de un poeta. Con todo, su empleo, aun como guía, aumenta el placer del texto y no disminuye la sorpresa, los deslumbramientos; esto es así gracias a la movilidad y la vida interna que parecen poseer esas palabras.
Finalmente quisiera referirme a lo que antes nombré como el alzado de unos símbolos. Hay en la poesía de Gamoneda una presentación abundante de lugares reconocibles de la ciudad (incluso de una ciudad determinada, León), y también objetos, seres y materias tocados por cualidades emblemáticas. Esos lugares y objetos, por estar en contagio con la verbalización poética, se trasfiguran, sobre ellos se localiza una luz nueva, como un brillo simbólico. Son símbolos construidos con vigas y argamasa y se elevan con todo su peso sobre el paisaje visual de la escritura. Algunos tienen la fuerza de un simbolismo secreto (esas “cucharas”, las “medallas” y “monedas”). Oros parecen alzarse en el fondo de ciertos cuadros renacentistas: allá se ve la ciudad y pasan con lentitud figuras luminosas, pertenecientes a gremios absolutos, los príncipes, los alfareros, los mendigos, los comerciantes, los policías, los simples transeúntes; pueblan ese fondo de la ciudad que ya roza su límite con el campo y se ven logias y torres y más atrás, los “establos olorosos” del ejido, los “tímpanos industriales” y los huertos.
(Otras referencias también pictóricas sugeriría la poesía de Gamoneda; así, el paisaje larval de Tanguy, los pequeños frisos circulares, giratorios, de Chagall, o las figuras estáticas en su expresión tensa, como las pinto Munch. Pero tal vez no convenga el uso de referentes externos para una poesía que los elude voluntariamente).
Al fijarme en uno de esos símbolos, el que portan las palabras “número”, “números”, “cifras”, sentí que su corporeidad rebasaba el campo de lo metafórico, y, aun siendo imágenes, debían contener la representación de algo casi secreto, implícito en su propio significado. Los números parecen ser sagrados, divinidades como lo fueron para los antiguos. ¿De dónde procede ese nuevo respeto o creencia que el poeta ahora asume? Los números son elementos de una cuenta que mide algo, señales de una duración. Esa cuenta podría ser la de los años, los años de una vida, y así cabria interpretarlo a partir del poema titulado “Llegan los números”, en las Lápidas. Pero todavía el lector siente que algo se le escapa, que desearía encontrar una clave más para hacerse con esos números. Después lee en otro poema “Ves pasar el invierno y, en las habitaciones cóncavas, bajo los grandes decimales, suda la plata funeraria” (de «El comedor de las viudas», en Lápidas). Entonces le llega una visión de qué números sean esos: los de un calendario, los números que un contable ve colgar sobre su pupitre cada año, como un regalo de Navidad ofrecido por un vendedor de material de oficina. Y don Sotero ve como “los inventarios, atravesados por la química, revelaron cifras desconocidas”. Ahora el lector cree haber sopesado la materialidad del símbolo y, cada vez que vuelve a leerlo, le impresiona con la fuerza de un elemento casi mitológico.
Y aquí es donde se me apareció el último cuerpo que poseyó el poeta, y fue, justamente, el de un niño; un niño es la última de las transmigraciones que el hombre podría recordar y en Gamoneda la infancia tiene una presencia muy activa. “Soy el que ya comienza a no existir / y el que solloza todavía. / Es horrible ser dos inútilmente”, se lee en las Lápidas. A lo largo de su poesía el lector puede entresacar muchos momentos en la vida del niño.
Una escena especialmente fijada en la memoria del poeta es aquella en que un niño se asoma al exterior, a la calle, por un balcón, agarrado a los hierros. En esa etapa infantil era común el acto de chupar, lamer los hierros, y el poeta lo recuerda hasta el extremo de trazar una enorme elipsis mediante la cual comunica aquel sabor en la lengua con los conceptos del adulto, cuando abre su libro Descripción de la mentira escribiendo: “El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición”. Es como si se asistiese a una comunión muy especial, la del recuerdo; el óxido y su sabor, tal como se sintió en una edad tan antigua, engendra la cadena de conceptos, “desaparición” y después “olvido”, “conducta”, “valor”, “imposibilidad”, asociándose íntimamente. El poeta admite conservar un paladar infantil, engendrador de melancolía y ausencia, y de qué manera, hasta construir un sistema poético bien trabado.
El niño aprende su lengua según un procedimiento más animista que semántico, a la vez que fija con las palabras símbolos y los contempla en el exterior, asociados a su descubrimiento del mundo.
Al niño, en la poesía de Gamoneda, le pertenecería el verano (su “audición”, su “fermentación”), el miedo (“todas las cosas comunican miedo”, “sorber el miedo con los labios”, “los relámpagos en la claridad del miedo”, o la imagen de un pastor atemorizante, “el miedo ejerce de pastor”). También el interior de las cosas, los escondrijos, las concavidades, los armarios, las alcobas. Y las visiones de la fiebre, donde el cuerpo se desmembrar y crece hasta el gigantismo. La lista sería larga, pues está también el símbolo del cordero (el mismo poeta lo acepta como tal símbolo en una ocasión, y en el “Tango de la misericordia” se lee: “Es la última lana de mi vida”, y también esa “paloma viviente”. Sobre todos los demás se alza el de la madre, esa madre ubicua cuya identidad se desprende en multitud de signos (“madre indistinta”, “madres contrarias”) y que, como el dios escondido de una teología trágica, es buscada en la oquedad, posee mascara y se revela en muchas apariencias.
Hay un momento de esa vida en el que quisiera fijarme con mayor detalle. Es el que se relaciona con lo ceremonial y la liturgia. El lector cree asistir en algunos momentos al despliegue de unas ceremonias que avanzan por las calles, escenas de gran intensidad cromática donde personajes sacerdotales, rígidos, de un carácter como asiático, convocan la reunión y la multitud. Es un decorado lujoso que, ante las puertas de la ciudad, pronto descubre su carencia, su negativo gris.
Mientras tanto, duran los gestos y las aguas de los pesados ropajes. Hay procesiones, formalidades y actos de un culto que causa extrañeza. Sin embargo, tal extrañeza no tiene su causa en el hecho de que el lector desconozca las solemnidades que ahora ve desplegarse ante sí. Reconoce algo muy familiar en los símbolos y lo pone en relación con su propia memoria: mástiles, estandartes, banderas (sobre todo las banderas, uno de los símbolos más construidos y visibles en la poesía de Gamoneda). No se encuentra ahí el exotismo, el perfume sazonado en otros climas, a la manera de Saint-John Perse, sino una luz tan clara que parece provenir del sueño o de recuerdos muy antiguos. Es una luz de Domingo de Ramos donde centellean las imágenes y los bultos de ese ceremonial. El niño vio una pascua en la que se poblaban las calles con insignias y modelos de una conciencia asombrada, absorta. El poeta es realista en su descripción, solo elude algunas partes de ese fresco, dejando el relieve de otras donde se proyecta la luz que dan “los cristales de la infancia”. Procesiones y mercados (otros lugares donde también se congregan las ceremonias emblemáticas de la ciudad) son los que el propio lector vio ya alguna vez. Y casi puede oler el humo de los turiferarios cuando aspira esas palabras, “sacrificial, sacrificial”, “majestad”, “coronaciones”. Son ritos florales de mayo a plena sol, y adentro, en un interior en sombra, se oye la cantilena estática, la respuesta de la voz comunal en letanía. También las oraciones, con las que el niño adquirió palabras físicas y un oído interno, en la recurrencia de una sonoridad pausada, sin duración en el tiempo (y de ahí su música, apoyándose en la repetición): “siento las oraciones, su lentitud, como serpientes bellísimas que pasaran sobre mi corazón”, se lee en las Lápidas.
El presocrático, el profeta, el resucitado, el alquimista, don Sotero, el oficinista, el niño, confluyen en un friso de personajes que no llega a ocultar a la figura real, la del poeta. Su nombre propio ha trasmigrado a todas las sustancias, pero no es un Proteo o el árbol de Dafne, sino un nombre florecido en palabras. No hay más secretos en él ni más poderes que los que permite adquirir el lenguaje (tampoco más verdades). Entonces no fue en ninguna tradición oculta o mistérica donde aprendió sus secretos ese trasmutador, sino en aquellos próximos a su arte, en la lectura de otros poetas. Sin duda su nombre es legión, pero podrían distinguirse dos árboles genealógicos; uno parece ajeno a la poesía escrita en español, y, de ahí, Saint-John Perse, Patrice de la Tour du Pin, que, como Gamoneda, también se expresó en versículos, el amoroso perfume oriental de Nazim Hikmet, los habladores anónimos del blues.
El otro resulta tan próximo que casi resulta inútil nombrarlo: de Lorca, con zumos de belleza arrebatada; de la crucifixión verbal de Vallejo, con uñas y dientes; de Juan Ramón Jiménez (aunque Gamoneda no practica su trasmutación idealista del oro, pues no permite que nada se pierda en el proceso, sí hay una teoría de colores, blancura, corazón…) y también de Nácar y Colunga, traductores de la Biblia. (2)
Pero no hay clave que agote la revelación que es la poesía de Gamoneda. A él, de modo natural, le pertenece el mayor misterio.
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NOTAS:
(1) Con posterioridad a la redacción de este trabajo he tenido conocimiento de que el profesor Francisco Martínez, en su Historia de la Literatura Leonesa (Everest, 1982) ha apuntado algo muy semejante cuando escribe su capítulo sobre la poesía de Antonio Gamoneda. Tal coincidencia confirma que un análisis musical de este tipo no carece de cierta objetividad.
(2) Nota actual.
Ahora sabemos, por múltiples declaraciones y por sus libros de memorias, que Gamoneda aprendió prácticamente a leer en uno de los poquísimos libros que había en su casa de León tras la pérdida de la casa ovetense debida a la muerte del padre; precisamente el autor era su padre, poeta: Antonio Gamoneda, Otra más alta vida (1919).

Índice del nº 2 de la revista «Un ángel más».