
Tres de los poetas provincianos citados (Antonio Pereira, Antonio Gamoneda, Eugenio De Nora), fueron investidos como doctores Honoris Causa por la Universidad de León en el año 2000.
De poetas provincianos
Por ANTONIO GAMONEDA
(Artículo publicado en el diario El Sol, en enero de 1991)
El primer poeta provinciano que conocí, sin llegar a verlo con mirada capaz de crear memoria, fue mi padre. Aprendí a leer en un libro suyo cuando no había libros ni escuela: «Rosas pedí en invierno al huerto mío; / bajo la blanca nieve nada había. / Sólo encontré un rosal muerto de frío / bajo la nieve fría.»
El segundo fue Victoriano Crémer. Victoriano era —es— tierno y espinoso, tenía escoceduras carcelarias y andaba en cuestiones con Antonio González de Lama (hombre bueno además de presbítero miserablemente beneficiado y de escritor perezoso) y con Eugenio de Nora, marxista practicante, lector en Berna y probable niña de los ojos de Dámaso Alonso. Las cuestiones eran a causa del dibujo que habría de ponerse en la orla fúnebre de ‘Espadaña’, la revista beligerante y pobre que agonizaba en León.
El tercer poeta provinciano que conocí fui yo mismo.
El cuarto fueron Antonio Pereira y Gaspar Moisés Gómez. Antonio es el inventor del erotismo diocesano, además de viajero por el Nepal, narrador afiladísimo y benefactor de la colegiata de Villafranca del Bierzo. Moisés, que lleva más de cuarenta años «dándole a la caza alcance», transita de las blancuras eucarísticas a los considerandos; de éstos a las elegías aplicables al burro de Asurio y al propio Asurio, y, finalmente, a melancolías que tienen que ver con bragas debidamente legitimadas.
El quinto poeta provinciano es innumerable y, a causa de su juventud, altamente benéfico. Practica, según quien sea el individuo, la diplomacia, la notoriedad metropolitana en el ramo narrativo, la saxofonía ecléctica, el suicidio anunciado y otras dignísimas labores mercantiles o vocacionales.
Finalmente, el sexto y último poeta provinciano vuelvo a ser yo mismo.
Al segundo, tercero y cuarto nos convocaba el delegado Información y Turismo a los efectos de exaltar la primavera en el aula magna de la facultad de Veterinaria cada 21 de marzo de los años 40 y 50. No cobrábamos. Asistían las autoridades: civiles y militares.
También solíamos concurrir a juegos florales y no se nos daban mal. Hace unos treinta años, los pudientes empezaron a abstenerse. Yo me quedé a mitad de camino: escribía los poemas «alusivos» y un «negro» dotado de esmoquin y aceptable voz firmaba la plica. La gloria entera para él; el dinero, a medias. Otros, más pobres que yo, se tenían que joder y dar la cara.
Al hilo de estos naturales sucesos, algunos conspirábamos. Lo hacíamos con más miedo que gloria. Sin embargo, admitiendo que Franco se murió por sí mismo, yo creo que nuestro miedo hizo algo por España. Sin él, sin este miedo, quizá hubiera sido el Opus Dei quien nos hubiera metido en la OTAN.
Un buen día se me empezó a morir gente y comencé a sentir frío y una lucidez inútil. Ahora, gracias a Dios, vuelvo a disfrutar de una razonable confusión.
Sumando los olvidados, los emigrantes, los triunfadores, los suicidas, me he quedado casi sin poetas provincianos. Yo mismo empiezo ya a desaparecer. Ildefonso Rodríguez, que ni siquiera es cuarentón (lector poderoso y una autoridad en tangos), me viene a ver todos los viernes que no toca el saxofón en Vigo. Menos mal.