[Reproducimos el poema «Farsa y elegía» de Antonio Gamoneda, que aparece publicado con fotografía de Antoni Muntadas en el nº 8 de L’Estació (verano 2017), revista transatlántica multilingüe de artes, poéticas y políticas, nacida en Barcelona y con sede en Ciudad de México y Barcelona].
Antonio Gamoneda
Farsa y elegía
A José Luis Gómez, creador y maestro de realidades escénicas, con gratitud
SEGUNDA MUJER
Todavía me acuerdo. Toda la población había acudido…
Subían a los techos, se trepaban en los árboles.
Hacían señales con telas, con cintas, con hojas de palma.
ARTESANO
Después, llegó el miedo.
Alejo Carpentier, La aprendiz de bruja
Acércate. Bebe conmigo. Un vino habrá que procure la verdadera ebriedad; hemos vagado en ebriedades falsas.
Nos adormeceremos suavemente. Con la copa aún en nuestras manos, advertiremos el instante en que nos abandonan los recuerdos.
Después, libres y cansados, dormiremos; yo en tu ebriedad y tú en la mía. Nos reconoceremos al despertar.
Está amaneciendo. He dormido despojado de sueños y la copa está vacía. ¿Habré bebido inútilmente? Y tú, ¿quién eres?
No sé.
Sí, he despertado otra vez sólo para desconocer, para recordar lo incierto y para esperar sin esperanza.
Qué abundancia de vértigo.
Recuerdo que éramos jóvenes y cenábamos a la luz de los cuchillos. Su resplandor se posaba en aquellas muchachas que nos buscaban. Nosotros las despreciábamos y fracasábamos. También ellas fracasaban. Desaparecían sonriendo pero el desprecio colgaba de sus labios. Vivíamos en los presagios.
Recuerdo también a Jorge fumando bajo el mediodía. Vi sus ojos inmóviles entre túnicas de acero y a su madre agonizando en sus ojos. Ebrio de lágrimas, me miró una sola vez y abandonó el patio abrasado. Rectificó sus pasos para aplastar la cabeza de la culebra ciega que ondulaba entre cerámicas.
Iba a los almacenes a escribir con ácidos y a estar en sí mismo. Regresaba al anochecer y no entraba en su casa. Permanecía ante el terraplén mirando la nieve temblar en las zarzas. Sus hijos salían a buscarle y les decía que aún no, que estaba escuchando al chamariz.
No fue así. La memoria confunde las causas antes de ocultarse en los agujeros más tristes, no fue así. Las muchachas eran felices y esbeltas y Jorge era claro y profundo como un agua tranquila; silbaba el canto del chamariz, creaba serenidad, escuchaba las campanillas del amanecer atravesando las praderas de Huelva.
Hace tiempo que no acudo a las causas agónicas ni a aquellas otras extinguidas. Apenas pienso los estertores de Laurín en mis brazos; la agonía de Laurín ignorada por sus hijos, los comandantes convictos.
Pero alguien me habla de ancianos que se orinan y simultáneamente roncan o consultan calendarios. Algunos retienen bascas amarillas; otros miran fijamente lo que no ven; otros aún, los más ávidos, piensan la posibilidad de no pensar.
Y las ancianas. También me hablan de las ancianas sonriendo en la arteriosclerosis, distraídas con los encajes y los concubinatos. Algunas juegan con anillos y sombras. Un día se advierten extrañas a sí mismas y rechazan los alimentos.
Una circunstancia lívida, en general. Hay avisos de que la farsa se extiende. Por lo que a mí concierne, disiento de la vida y de la muerte, disiento de estar orinado ahí, delante nada, esperando sin saber qué estoy esperando.