Los versos de Antonio Gamoneda
y la música de Anouar Brahem
Por CARLOS OLIVARES BARÓ
Artículo publicado en La Razón de México, el 4 de mayo de 2019
La poesía es un diálogo perpetuo con el silencio humedecido en los muros. El poeta escribe siempre sobre las tapias que guarecen a los zaguanes. Patio, el poeta ha dejado su huella: en el parapeto del pozo todavía se descubre la imagen del peregrino sediento. El agua, plata viva que se traga los ojos del que llega presuroso. La poesía es una conversación con sombras insurrectas. Entrar al poema: discernir los laberintos inquietantes pronunciados desde la contención. “Estoy desnudo ante el agua inmóvil. He dejado mi ropa en el silencio de las últimas ramas”: Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931).
En orfandad ensimismada, el trovador ha tocado el margen y confirma que “llegar al borde y tener miedo de la quietud del agua” son dos actos de envites cruzados. La soledad, una aprehensión: estamos expuestos ante la premura del azar; en los puertos, el marinero se descamisa: los borbotones de sal manchan sus sandalias ansiosas de geografía tangible. No hay pared en el océano: lienzo todo el mar ondulante, espumoso, residual, imprevisible, hambriento. ¿Dónde pronunciar la palabra casa? ¿Dónde vincular memoria con aliento? Cuando llueve en el mar una tiniebla de peces se apodera de todos los presagios. Abundancia de agua que se repite a favor del desesperado que digiere efervescencia. “Ha de llover, / ha de caer la lluvia con dulzura / sobre los suicidas del amanecer.” La poesía llega con la mollina, con los fardeles deteriorados de los deseos desechados. Un verso, aluvión que el arco apresa en su extensión de resplandor suspendido: la flecha tiembla en el riesgo de abrigar el gollete del pez.