
Antonio Gamoneda.
Por DASSO SALDÍVAR
[Publicada en la web de la revista colombiana Arquitrave, que dedicó a Gamoneda su Nº 10 en 2003]
A finales de los ochenta, había renunciado ya a encontrar un poeta español actual que tuviera la hondura y la originalidad de los grandes poetas del 27, de un Guillén, de un Cernuda o de un Salinas, por ejemplo. Un amigo me dijo entonces: «Léete a Antonio Gamoneda«, y me prestó un breve poemario suyo, Lápidas, que acababa de ser publicado por la exquisita editorial madrileña Trieste. Fue una sorpresa y un asombro, pues ningún poeta de nuestra lengua me había conmovido tanto como este (para mí) desconocido Gamoneda desde mis lecturas de Vallejo, Huidobro, Gorostiza, Oquendo de Amat y Aurelio Arturo. Le devolví el libro a mi amigo con un comentario que entonces pudo parecer precipitado o exagerado: «Gamoneda no sólo es el mejor poeta español desde la generación del 27, sino uno de los mejores de la lengua».
Continué buscando sus poemas sueltos en diferentes publicaciones y preguntando por él. Todos insistían en la misma respuesta: «Gamoneda vive en León y casi no sale. Allí ha pasado toda su vida en una especie de exilio interior. Abomina de las comidillas y de los conventillos literarios en que se mueven otros poetas». Hasta que, a principios de 1989, me encontré trabajando en un programa de libros de Televisión Española, y Francisco Brines, asesor del programa y otro de los grandes poetas españoles actuales, me dijo: «Tienes que leerte a todo Gamoneda este fin semana, pues necesitamos que nos prepares un guión para entrevistarlo el lunes». Sin más, puso en mis manos Edad, toda la poesía gamonediana, hasta ese momento, editada por Cátedra. Tres cosas me volvieron a asombrar. Primero, el aliento poderoso, el acento personal y la limpieza de sus primeros poemas, La tierra y los labios, escritos a los dieciséis años: No llores, que aún tienes/ el viento y la distancia./ El amor es el viento. Sin remedio,/ el abismo se asoma a tu mirada./ Es cierto que me nublas la garganta/ con tu llanto y tu mano lejanísima./ Aún no llores: en el aire bebes/ el olor a tristeza de mis manos. Lo segundo, fue la exigencia, la hondura y la originalidad de toda su obra, así como su unidad temática y formal. Y lo tercero, fue la lectura, dentro de esa suma ética y estética, del poemario Descripción de la mentira, que, cada vez que releo, me hace pensar que mi primer juicio sobre Gamoneda no sólo no fue exagerado, sino que siento la necesidad de colocarlo junto a obras como España, aparta de mi este cáliz, Altazor, Muerte sin fin, Tierra baldía, Anábasis, Oda marítima o Elegías de Duino.
Después de aquel primer almuerzo en Televisión Española, he seguido almorzando y conversando con Gamoneda durante estos años, conversando y caminando por las calles de Madrid y de León y por los pinares de La Candamia leonesa. Nuestra última caminata conversada tuvo lugar en León y duró prácticamente dos días y dos noches. Gamoneda es un peripatético consumado y un sabio presocrático. Tiene además una humildad, un sosiego y una dulzura que lo asemejan al cubano Eliseo Diego. En nuestras conversaciones cruzadas, desordenadas e interminables, hemos tocado casi todos los temas de la vida y de la muerte, de los hombres y de las cosas, de la imaginación y de la razón.
Los aspectos resumidos a continuación bien pueden darle al lector una idea del hombre y del poeta, de su vocación, de sus temas y de sus prioridades existenciales.
-Usted no llegó a conocer a su padre, pero tuvo una gran influencia de él a través de su madre. ¿Qué podría decirnos de aquel primer Antonio Gamoneda, autor de un único libro, Otra más alta vida, editado en Madrid en 1919?
-Es cierto, yo no llegué a conocer a mi padre porque murió cuando yo tenía menos de un año. Pero cuando yo tengo una cierta conciencia de la existencia, mi madre, que es una mujer sencilla, pero perpetuamente enamorada de su hombre, me trasmite, no sabiduría en relación con la poesía, pero sí una noción que ha sido determinante en mi vida. Ella me dio a entender que mi padre tenía una cualidad, una dimensión de la vida que está en el lenguaje, que no es exactamente la que usamos para hablar, sino de que la lengua en su boca, en su escritura, se convertía en un objeto distinto, en algo que comunicaba pero que al mismo tiempo tenía unas virtudes especiales. Yo esto lo percibía oscuramente, no sabía lo que era, pero muy temprano empecé a leer. Esta es una experiencia que quizás no cambiaría por ninguna otra: el hecho de que entre mis primeras lecturas estuvieran las lecturas de poemas, intensificadas por la particularidad de que el poeta era mi padre. Esta es su gran influencia.