«Sombras en la nieve», por Juan Manuel Molina Damiani

[Con una versión provisional de estos apuntes —entonces con la mitad de caracteres que alcanzaron después y sin la bibliografía con que aquí se cierran— Juan Manuel Molina Damiani presentó a Antonio Gamoneda en la lectura poética que dio en la Universidad Popular Municipal de Jaén, dentro del ciclo «Poética ’11», el 14 de abril de 2011.
El texto que aquí reproducimos está publicado en el Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, Enero-Junio. 2012 – Nº 205 – Págs. 51-61 – IS.S.N.: 0561-3590]

SOMBRAS EN LA NIEVE

Por JUAN MANUEL MOLINA DAMIANI

veía entrar las sombras en la nieve, hervir la niebla en la ciudad profunda.
Antonio Gamoneda

[1] Presentar a Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931) no es una tarea —créanme— fácil. Ensayar un acercamiento a la obra de quien esta noche ocupa la tribuna de «Poética», aunque dispusiéramos de horas y horas, no sólo es una empresa imposible —el poema auténtico no se presta a explicaciones porque habla de lo inefable que constituye la poesía, esto es: de aquello que sólo desde el universo del poema puede ser dicho, o lo que es igual: la celebración de la vida y su poesía—, sino además un empeño redundante —todo poema verdadero contiene su propia explicación, incluso la gramática que gobernara su proceso productivo. Dado que la obra de Antonio Gamoneda, más que a significar razonablemente una experiencia, a lo que tiende es a suscitar una emoción sensible, me limitaré a aproximarles hasta el horizonte donde sucede su poesía, un territorio de naturaleza barroca que ha de ser leído como un relato unitario pese a su diversidad, una propuesta compleja de ecualizar por la trama de sentidos y significados que acumula, un tiempo donde se aúnan radicalmente belleza y dolor y que, atención a lo que sigue, «no se relaciona con la realidad para denotar sus apariencias normales o sus componentes objetivos […] [sino que] crea realidad […] y engendra conocimiento, sí, pero, única y principalmente, el de esta realidad por ella creada, que no se da ni puede ser dicho fuera de ella» [1997: 35] —matriz capital del pensamiento de nuestro poeta sobre la que ha desarrollado no pocas reflexiones estéticas y a la que intentaré acercarles esta noche sin ponerme profesoral ni espeso: ya saben lo que decía Federico García Lorca [1930: 50]: «La primera bomba de la revolución barrió la cabeza del profesor de retórica».

[2] Sí: para acercarse a la cosmovisión de Antonio Gamoneda evitando que estos apuntes sobre su obra incurran en algún error de bulto que pueda confundirles, no voy a perder de vista esta noche las reflexiones con que nuestro autor ha ido escrutando su propia poesía a lo largo y ancho de su trayectoria, articulada, toda, por un compacto corpus de teoría poética, por una lúcida conciencia crítica, que acaso explique las excelentes lecturas con que cuenta esta obra, por más que aún siga siendo habitual que nuestro poeta se presente a sí mismo como alguien desinformado por haber vivido siempre en la provincia: «Estar poseído por la desinformación puede ser una aceptable manera de evitarse el conocimiento de tonterías. En la provincia circula fácilmente la desinformación; con la misma facilidad con que en la ‘metrópoli’ circulan las falsificaciones» [1997: 101]. Referencia aparte pero central de la poesía española en curso, acaso esta debilidad radical de Gamoneda por la provincia, por sus modos de vivir al margen de las sensibilidades dominantes en las metrópolis, haya sintonizado su cosmovisión, una luz infinita enfocada a la finitud de nuestra identidad, con Jaén, donde cuenta desde hace años, gracias a Juan Carlos Mestre, José Viñals y Diego Jesús Jiménez, con una inmensa minoría de inteligentes lectores que siguen atentamente su producción —Martín Lerma, Antonio Negrillo, Paco Salas, Pedro Luis Casanova, Joaquín Fabrellas, Manuela Ledesma, Juan Carlos Abril, Pepe Román, Guillermo Fernández Rojano

[3] Autor que ha vivido apartado durante toda su trayectoria de los epicentros del poder, la singularidad de la cosmovisión de Gamoneda lo ha mantenido al margen de todos los tópicos historiográficos que distorsionan las poéticas menos convencionales de los poetas pertenecientes a su generación: afincado en León, su condición de poeta de provincias lo puso a salvo de la estética neorrealista estandarizada por que se condujeron las obras de la mayoría de sus coetáneos, la dirección canónica fijada por la crítica hegemónica para la poesía española a partir de mediados del siglo XX, el estilo de época que la ha gregarizado en las pandillas de colegiales y burócratas que aún hoy la gobiernan. No: no tuvo que ser nada gratificante la soledad en que nuestro poeta se vio obligado a recorrer el periodo comprendido entre la publicación de Sublevación inmóvil, su primera entrega, de 1960, y la de Edad, de 1987 —soledad sólo resarcida por la herencia que Gamoneda recibe de una tradición sincrética cuyos eslabones de más fuste serían Rimbaud, Mallarmé, Brecht, Nazim Hikmet, Perse, Lorca, Guillén, Blas de Otero, Claudio Rodríguez y, no se olvide, el modernismo: Gamoneda aprendió a leer en un libro escrito por su padre, Otra más alta vida (1919), un poemario acordado a este pulso musical, lo que familiarizaría su oído desde niño con el significado de las palabras sujetas a metro. En efecto: con una vida siempre expuesta al dolor, huérfano de padre al año siguiente de nacer, obrero desde el inicio de su adolescencia, militante antifranquista represaliado laboralmente por carecer de titulación universitaria, Antonio Gamoneda jamás dirigió revista literaria alguna, tampoco gobernó una editorial de poesía que llegase a todos los confines del país, ni ha sido otro más de los muchos poetas profesores que han ido escribiéndose pro domo sua su historia de la poesía siendo jueces y parte. «Cervantes vive en la pobreza y en dudosas personerías; Cernuda, en la enemistad consigo mismo; Villon, en la delincuencia. Yo, notablemente menos egregio, vivo en una ciudad amada, casi hermosa, que me convierte a la estupidez: ella se ejercita en crueldades rutinarias y yo en la iluminación de la vaciedad. Para quien cuenta ya con la pasión inútil […] de las palabras, ser tomado por otra pasión vacía como es la vivencial provinciana no puede ser otra cosa que una desgracia. Y una estética» —son palabras textuales del maestro [1997: 106-107].

[4] Prácticamente desconocido, incluso para los iniciados que conforman la exigua sociedad poética española, hasta que la aparición de Edad descubriera el valor de toda su poesía édita y buena parte de la inédita gracias a la edición de Miguel Casado [1987], la presencia desde entonces de Antonio Gamoneda en los escenarios del pensamiento artístico de nuestra época se ha vivido por parte de las familias poéticas más conspicuas del país como un atentado contra el insaciable monopolio de su hegemonía. Poeta consciente del impuesto que el ciudadano de hoy ha de satisfacerle a la mitología ilustrada del progreso —«para vivir hay que comprar y, necesariamente, con o sin dignidad, venderse», ha escrito sin medias tintas [1997: 51]—, no es extraño que la cosmovisión poética de Gamoneda haya impugnado la opulencia en que está fundada la baratija cultural de nuestra pequeña y burguesa sociedad posmoderna, sociedad anónima de ciudadanos presos de la ficción de una prosperidad cuya razón económica es fabricar productos cuyo consumo no satisfaga del todo para que dicha insatisfacción produzca así una patológica aceleración del consumismo; sociedad, por más señas, en cuya bolsa de valores ideológicos la moda del conservadurismo sigue subiendo sin parar porque la mediocridad nihilista de sus masas identifica mecánicamente alienación y felicidad sin advertir que el neofascismo sigue de modo imparable cancerando sus costumbres; sociedad, en fin, mayoritariamente boutout, ignorante de la zafiedad ciudadana a que la empujan sus medios de comunicación de masas, que franquician sus grandes superficies y que aprueban por unanimidad sus clases políticas neoliberales.

[5] Obra de difícil comprensión si no partimos de la base de que la poesía persigue ser sentida antes que entendida, de que sólo puede ser «inteligible a partir de la sensibilidad» —nuestro poeta nunca desaprovecha la ocasión para advertirnos sobre este particular [1997: 10; 2007: 12]—, cierto grado de hermetismo presenta la producción de Gamoneda: hermetismo, ojo, jamás perseguido como meta de trabajo o vana filigrana retórica, sino inherente al lugar que elige esta poesía como objeto de su investigación, un territorio explorado por Gamoneda de modo tan preciso, con una óptica más pendiente de iluminar sensiblemente la misteriosa oscuridad de la vida que de desmontar con claridad las engañosas razones en que se fundan las evidencias del mundo, que acabará viendo encarnada su complejidad en una cartografía ciertamente ambigua: ambigüedad, por lo dicho, no sólo fruto matérico del realismo extremo con que opera nuestro autor sino además semilla simbólica para que los lectores de su obra podamos completar substancialmente su sentido —el propio Gamoneda lo aclaró en su día [1988]. Sí: en la ambigüedad del espacio simbólico de su lenguaje poético realista, hace revivir Gamoneda ese tiempo hermético que viene a ser la poesía entendida como vida, el tiempo donde acontecen las emociones antes de que se puedan reconocer como experiencias, un tiempo que se presenta como un presentimiento de sí mismo ya hecho plenitud porque acontece dentro de un mundo suspenso, un espacio de sombras en la nieve que ilumina los sentidos del ser dejando en su memoria un rastro de palabras inescritas, una leyenda que la historia acaso olvide sin querer pero que la naturaleza nunca podrá borrar de su conciencia.

[6] Atendiendo lo real hermético que conforma la dialéctica entre vida y muerte, la poesía de Gamoneda concreta una realidad ambigua donde las cosas que se nombran se convierten en «símbolos de sí mismas» [1988: II]. Con todo, quede claro, estamos ante una obra donde no hay hiato entre decir y pensar: su lenguaje poético no resulta de un pensamiento previo: aquello que nombra no es pensado a priori: no es fruto de la conciencia: no se conforma como literario; es poético porque lo que involuntariamente cuenta lo encarna primero su música, reactivo sensible donde se esclarece aquello mismo que obligatoriamente acaba haciendo pensar la trama conjunta de su discurso. Por demarcar la frontera entre poesía y literatura, la potencia poética de la obra de Antonio Gamoneda construye el sentido en que cabe sentirla poniendo en un aprieto al lector que quiera escrutar su significado. Tal y como pudo ocurrir, así pues, con los primeros balbuceos orales del hombre primitivo —palabras sujetas a una música donde quedaban encarnados pensamientos cuya plasmación era motivo de placer e invitaba a la danza— o con las primeras manifestaciones de su pintura —de manera mucho más evidente en la conceptualista propia de los jeroglíficos del neolítico, legible quizá como incipiente escritura ideográfica con una implícita dimensión poética, que en la naturalista que había caracterizado el periodo paleolítico, pintura figurativa que seguramente obedeció, por su parte, a liturgias con afanes de conjuro anticipatorio—, la poesía de Gamoneda plasma un pensamiento que no existía antes de que su lenguaje poético le procurase cuerpo verbal, realidad que se verifica, por lo tanto, como un «acto de creación y revelación» —y sépase que no es mía sino de nuestro poeta la comparación de su experiencia con la del arte de los inicios de la historia [2010: 12-13 y pássim].

[7] La generación de los poemas de Gamoneda cumple dos momentos: el primero, irruptivo, musical e imprevisto; y el segundo, constructivo, textual y racional. Si las pulsaciones fantásticas del primero, relámpagos quizá, le procuran a Gamoneda visiones misteriosas cuya objetivación realista por medio de la música lo llevan de nuevo a sentir aquello que ocurriera durante el suceso que el poema pretende aprehender, a lo largo del segundo, imaginista pero simbólico, la conciencia poética de nuestro autor reformaliza subjetivamente lo informe que volviera a sentir su persona durante el momento anterior, de tal suerte que consigue así ver imaginado del todo, pensado en su cálculo definitivo, como si volviera nuevamente a suceder, el arrebato que dio origen a la escritura del poema [2010: 16]. Tiempos hechos de materia musical en tensión, continentes de visiones conceptuales donde se cuestionan los significados con que opera la razón hegemónica, y espacios textuales irredentos cuyas imágenes narrativas esculpen líricamente los sentidos originales en que la sensibilidad habrá de interpretarlos, los poemas de Antonio Gamoneda acaban activando, en suma, dialécticas de pensamiento poético nunca resultantes de ideas previas a su escritura, sino, por el contrario, de la razón interna de su propia plástica productiva. Obra surgida de la música intuitiva —la intuición es el instinto de la inteligencia— pero que luego esculpe la razón —un sueño que a veces engendra monstruos, ya se sabe—, Gamoneda trabaja con el azar de manera objetiva —ya definía Valéry [1927: pássim] el poema como «matemática inspirada»—, transcendiendo así tanto el idealismo romántico, el poema como mera epifanía, cuanto el determinismo ilustrado, el poema como simple documento.

[8] El primer momento productivo de la obra de Gamoneda opera, por lo dicho, desde los escenarios de la memoria involuntaria o el sueño, tiempos propiedad del yo empírico del poeta, sí, pero que regresan a su conciencia de modo fragmentario, sin articular, para que su yo textual, un yo vigilante y consciente, los cartografíe racionalmente a lo largo del segundo momento que cumple su proceso de creación, mapa así de recuerdos y pérdidas. En consecuencia, una vez que lo real de que arranca cada poema, esto es: su singular emoción primigenia, queda materializado por una música informalista, llega el momento en que dicha materia es imaginada mediante formas racionales, entonces ya, en suma, experiencia del lenguaje, lenguaje ahora poético, poesía entendida como lenguaje, realidad tangible cuya materia substanciará con realismo lo informe transcendental, esto es: lo intangible real del tiempo y de la historia en que se incardina la poesía entendida como aliento vital, y cuya forma contenida aprehenderá al unísono las contingencias tangibles, esto es: la realidad del espacio y de la naturaleza, simbolizándolas en la realidad dialéctica del propio lenguaje. Está claro: en la poética de Gamoneda quedan perfectamente delimitadas la poesía entendida como lo real transcendente de la vida y la poesía que asimismo viene a ser el lenguaje poético, realidad concreta donde no sólo podrá revelarse la poesía considerada como pulsación matriz de la existencia, sino donde esta misma poesía vital incluso acabará de crearse a sí misma, toda vez, en fin, que mientras el poema no consiga nombrarla del todo, aprehenderla, esa poesía que cabe entender como sinónimo de vida nunca le dará alcance a su propia razón de existir, a su estatuto de hecho real.

[9] Aunque el proceso poético de producción de la obra de Gamoneda termine por difuminar la línea de frontera que comparten poesía ‘vida’ y poesía ‘lenguaje’ —insístase en que la poesía real y emocionante de la vida, quizá ab ovo anterior a la poesía realidad o experiencia del lenguaje, sólo cobra carta de naturaleza por derecho cuando el lenguaje poético consigue imaginarla del todo—, lo que jamás confundirá la cosmovisión de nuestro poeta será, ahora bien, literatura —un espacio de ficción— con poesía —un tiempo realmente vivido que sólo hace realidad sensible el lenguaje poético. Sin entrar en la ecuación horaciana que señala las semejanzas entre poesía y pintura, impugnada por Lessing cuando advierte que estos dos mundos contiguos son radicalmente distintos, pongamos ahora en juego lo que apuntara Simónides de Ceos [Galí: 1999: pássim] al plantear que la poesía imita lo real y la pintura la realidad: dicotomía, en efecto, que se instala en las mismas coordenadas que la dialéctica «poesía vs. literatura», dado que la poesía se presenta no sólo como imagen que hace visible lo que se siente, para lo que nombra lo real, sino a la vez como canto que hace sentir aquello que se ve, lo que la lleva a desocultar la realidad. Sí: medio idóneo para dar con la poesía evidente y sensible, por más que asimismo pueda ser aprehendida desde otros lenguajes artísticos, el poema habrá de cobrar cuerpo sin servirse de las trampas que acostumbran los literatos, incapaces de encarnar misteriosamente lo real de la poesía verdadera en la realidad de su lenguaje porque no hacen otra cosa, lejos de extraerle a la mina de la vida real su poesía, que limitarse a decorar retóricamente la realidad de un lenguaje, el suyo convencional, sólo en apariencia poético. Matriz capital para acceder a la comprensión sensible de la cosmovisión de Gamoneda, no es extraño que nuestro poeta la recuerde siempre que tiene la oportunidad: «el lenguaje poético no es informativo sino que crea lo que no existía y lo revela: opino que la poesía no es un género literario; que no es incluso literatura: que es una emanación existencial y que, por eso mismo, puede darse en todos los géneros» [2007: 12].

[10] Los poemas de Antonio Gamoneda se revelan como horizontes dialécticos donde convergen el sufrimiento y el placer, potencias «contrapuestas en la existencia y no, sin embargo, en las obras de arte y en la poesía: […] la obra de arte proporciona placer con independencia de que sus representaciones o sus significaciones puedan estar ligadas al sufrimiento, y sabemos que este placer es una forma positiva de intensificación de nuestra vida, es decir, de nuestra sensibilidad y nuestra actividad intelectual» —las palabras de nuestro poeta no se prestan a confusión alguna [1997: 72 y 38-39]. Que el vitalismo de Gamoneda reconozca que la vida sólo se puede vivir plenamente si se vive de la mano del pensamiento poético —una conciencia, ya se ha visto, donde también irrumpirá de manera imprevista, acaso de modo irracional, todo aquello que duele— traerá consigo que nuestro poeta se entregue a su obra hasta alzarla como emblema vital, un empeño que le reportará placer, sin duda, pero que a la larga acabará mostrándose trágico: terminará asimismo por revelarle que vivir es un nacimiento permanente al sufrimiento individual y colectivo, a la culpa íntima y extrema, a la autodestrucción incluso, a la muerte. Sí: la conciencia poética de Gamoneda lo lleva a escuchar la voz irredenta de sus pérdidas, incluso las de aquellos episodios vitales de los que creía haber perdido la memoria o las de esos otros que aún no pueden ser pasto del olvido porque están por suceder todavía. En la encrucijada que comparten insatisfacción y deseo, la cosmovisión de Gamoneda es cruel y aporética: por quererse afincar radicalmente en el hogar de la vida acaba por conducirnos hasta el arrabal de la muerte: sólo allí puede sentirse por qué quien estuvo en el dolor sabe que el placer es una madre que se llama belleza. Espacio vital habitado por el tiempo de la muerte, la obra de Gamoneda no le da forma a la muerte: la materializa con realismo; lejos de exorcizarla, lo que hace su forma es llevarla a la práctica de manera simbólica, o dicho de otro modo: favorecer que convivamos con su presencia, nos apropiemos de su desposesión, iluminemos nuestros sentidos para anticiparnos a su aniquilamiento y nazcamos al tiempo del ser misterioso de su ausencia: «toda mi actividad poética se deduce de ‘la contemplación de mis actos en el espejo de la muerte’ […]. La memoria es conciencia de pérdida del presente, conciencia de tránsito, luego la memoria es también conciencia de ir hacia la muerte. Según esto, la poesía es arte de la memoria en la perspectiva de la muerte» [1997: 24 y 26].

[11] Testimonio político el de la estética de Gamoneda: contesta el orden que sostiene el desorden impuesto porque aprehende las tensiones de hoy, las contradicciones de esta época, conjuntando dialécticamente tiempos pretéritos —involuntariamente recordados— y tiempos futuros —soñados o alucinados— hasta alzar una visión musical, una imagen esculpida, de la enajenación de nuestro presente preso de su nihilismo, su crueldad y su injusticia, productos todos, en suma, de sus pérdidas. Dispónganse, pues, a escuchar la música figurativa pero matérica de Antonio Gamoneda, de tocar la imaginería abstracta de sus formas: si su fovismo informalista imita el tiempo y la historia finitos de nuestro mundo, su naturalismo expresionista comprende el espacio y la naturaleza infinitos de la vida. Cubismo barroco —creo— el de esta estética que ensancha la tradición de la poesía de vanguardia moderna: si humaniza los cauces de su informalismo acentuándoles su realismo matérico, apura los de su naturalismo conceptualizando sus formas simbólicamente. Poeta raro cuyo aliento épico, siempre con un pellizco lírico en su trama narrativa, lo sostiene un teatro de voces dialéctico singular, el inconfundiblemente propio de una obra donde las preceptivas académicas que todavía demarcan los límites de los géneros se ven además desmontadas como ordenanzas al servicio del mercado, nunca ha tenido nada que ver la estética de Gamoneda a lo largo de su trayectoria ni con la del naturalismo burocrático —un realismo de estirpe medieval, narcotizado con su verosimilitud, ideológicamente reaccionario y, en consecuencia, todavía hoy tan de moda— ni con la del surrealismo posmoderno —poéticamente falaz por obedecer a un neoclásico prurito de originalidad impostada, decadente y burguesa. De todo ello ha escrito nuestro poeta llamando la atención sobre el estado de coma poético en que se halla el status quo posibilista de la poesía española del momento [1997: 187 y 190; 2010: 14-15]. Normal: su condición de poeta super-realista, de realista simbólico, resulta de su compromiso superromántico con la poesía verdadera, de la voluntad histórica que humaniza su ser de poeta —«la forma más peligrosa y menos profesional de ser escritor», según él mismo ha señalado [1997: 60].

[12] En la estética de Gamoneda, incubada en una matriz poética superromántica —la defendida por El nuevo romanticismo de José Díaz [1930], uno de los libros que nuestro «Premio Cervantes» leyó siendo muy joven porque pertenecía a la biblioteca de su padre [1997: 61; 2009: 31]—, está encarnada su ética: de alto octanaje político no sólo porque su lenguaje poético revele una imagen deconstruida de la realidad de nuestra razón y cree una visión sensible de lo real de nuestros presentimientos, sino porque la realidad real de esta obra se constituye además como espacio y tiempo donde pensarse la naturaleza histórica de la escritura poética, o dicho de otro modo: si el sinfín de fines, finalidades y codas que las artes de hoy les plantean a sus hacedores no pasa por encarar humanamente, desde una pureza radical por apasionada, el acabamiento colectivo del que todos somos responsables. Pese a partir de los olvidos y deseos de nuestro presente y devolvernos los recuerdos e insatisfacciones de nuestro pretérito, la poesía de Gamoneda parece escrita desde el agujero negro del futuro: documento artístico de nuestra memoria en ruinas, su lección nos muestra una visión profética de nosotros mismos cercana a la que tendrán de nosotros quienes nos sobrevivan, aquellos que mañana nos tengan como antepasados: una imagen desoladora ante la que no podrán avergonzarse de una generación de hombres y mujeres derrotada por su nihilismo —sí: la nuestra— porque algunos de sus integrantes supieron resistirse desde el vitalismo de su práctica artística con conciencia de clase a los atropellos civiles de la razón teórica establecida —razón demente al servicio exclusivo de un mercado donde impunidad y libertad parecían palabras sinónimas. Pero basta ya de apuntes sobre uno de los más lúcidos artistas de nuestros días; un poeta que concibe la poesía como «una forma de lucha» [1997: 167]; otro testigo de cargo intelectual de esta época adicta a la mentira; disco duro que habrá de arqueologizar nuestra posteridad cuando acontezca el devenir de nuestra historia —antes mejor: cuando el despertar histórico que exige la barbarie de nuestra civilización se concrete de verdad: Antonio Gamoneda.

Aquí lo tienen ustedes, con todos nosotros. Muchas gracias, Antonio, por bajar otra vez a Jaén.

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: : BIBLIOGRAFÍA SELECTA MANEJADA

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LUJÁN ATIENZA, Ángel Luis y MUELAS HERRAIZ, Martín [2010]: (Ed.) Antonio Gamoneda. Leer y entender la poesía, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, con ilustraciones de Arturo Pérez; textos de Juan José Gómez Brihuega, Antonio Méndez Rubio, Juan José Lanz, Fernando R. de la Flor, Antonio Rey Hazas, Jesús Barrajón Muñoz, Eduardo Moga, Miguel Casado, Ricardo Virtanen, Julio César Galán y Manuela Ledesma; y poemas de Antonio Gamoneda, 238 pp.

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